Con el corazón en la mano.
La vida cambia y nos cambia. Las personas cambiamos. Todo cambia. Lo dicho
anteriormente no es la conjugación del verbo cambiar, sino la realidad de la
persona en su esencia. Nuestra vida llena de amores y desilusiones, de dolores
y desencantos, de tristeza en la mirada y en corazón, de amargura y silencio.
Lo único que no cambia ni desaparece es el amor, cuando es del bueno, a prueba
de todo. Ese corazón que ama a la persona con y en sus limitaciones, ese
corazón que no se olvida del setenta veces siete, es decir, amar siempre,
al estilo de Dios, a pesar de todo. “Pueblo mío, yo mismo abriré sus
sepulcros, los haré salir de ellos y los conduciré de nuevo a la tierra de
Israel. Cuando abra sus sepulcros y los saque de ellos, pueblo mío, ustedes
dirán que yo soy el Señor” (Ez. 37, 12-14)
El amor de Dios viene a
nuestro encuentro y nos abraza cálidamente como el sol cada mañana; el
amor de Dios viene a nuestro encuentro como la lluvia fresca del cielo
que purifica nuestro cuerpo y limpia nuestro rostro “careto” por nuestros
pecados y limitaciones; el amor viene a nuestro encuentro como la brisa suave y
tierna hecha perdón. Nuestra vida privada y oculta es como un sepulcro, ese
sepulcro oscuro y lleno de mañas y telarañas, lleno de mediocridades e
infidelidades, de fallos y caídas. De ese sepulcro nos va a sacar Dios según su
promesa. Él mismo abrirá los sepulcros y nos devolverá la vida y además, nos
hará salir de ellos, porque “El Es” el origen de la vida y el perdón, es
la existencia y quien nos hace existir. El es Dios y el ser humano a penas una criatura
hecha de tierra y hecha sepulcro.
Creo firmemente que
conocemos el corazón y los sentimientos que salen de lo más íntimo de
Dios y los conocemos porque Jesús se ha encargado de darlos a conocer,
pero cuando toca a nuestra puerta, la puerta del corazón, el desánimo, la
decepción, la desilusión, el dolor y el desencanto puede más esto que aquello.
El punto de partida en el ser humano es la limitación cuando se ve a sí mismo,
pero el punto de llegada es la perfección cuando se acerca, paso a paso a la
santidad de Dios. “Entonces les infundirá a ustedes mi espíritu y vivirán,
los estableceré en su tierra y ustedes sabrán que yo, el Señor, lo dije y lo
cumplí”.
La resurrección es un
llamado al cambio permanente, pero no idealizado, sino realista y pausado
porque no son nuestros méritos, sino los de Dios, quien nos hace vivir aquí y
en él, después de la muerte, porque él es un Dios de vivos y no de muertos, por
lo tanto quienes han muerto antes, nuestros seres queridos, están vivos y viven
para siempre, según nuestra fe. Jesús le dice a Marta “Yo
soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y
todo aquel que está vivo y cree en mí no morirá para siempre. ¿Crees esto? El
Señor de la vida domina la muerte, aparta la losa que separa esta vida de la
otra, la luz penetra el sepulcro y nos hace revivir, caminando aun con ataduras
en las manos, en los pies y en el corazón.
El llamado del Señor que ama a
Lázaro como sólo un hombre puede amar a otro hombre porque es su amigo, es
este: “Desátenlo,
para que pueda andar”. Desatemos a las personas para que puedan andar
con libertad, porque el amor ahuyenta el temor y nos hace verdaderamente libres.
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