Quizá el título que le doy a este artículo sea atrevido, pero nuestra vida, si está llena del Espíritu del Señor resucitado debe ser atrevida, tan atrevida que debemos estar dispuestos y dispuestas a dejarlo todo por el Señor, padres, madres, hijos, hijas, tierras, casa etc. No es que tengamos que carecer de todo, pero sí no desear todo, sino sólo aquello que nos haga ser libres y eficaces para la misión, para seguir a Jesús. Que podamos decir como Pedro le dice al Señor, con esa gran certeza que se da entre los seres humanos cuando existe la amistad, el amor, la libertad y la confianza: “Señor, ya ves que nosotros lo hemos dejado todo para seguirte”. ¡Qué franco, Pedro! ¡Qué atrevido! ¡Qué transparente en sus sentimientos, en sus opiniones, en sus convicciones. Pero como decimos por estas tierras: “De tal palo tal astilla”, “la cuña para que aprete debe ser del mismo palo” o el discípulo no es más que su Maestro”. Jesús le responde que recibirán el ciento por uno con persecuciones. La cal y la arena van juntas (Mc. 10, 28-31).
Cada uno y cada una debemos ser imagen de Jesús, quien nos vea y nos trate que pueda decir, no tanto por lo que decimos como por lo que hacemos, esta persona es discípula del resucitado; porque de él hemos recibido su Espíritu, su paz, su alegría, su misión. Cuatro regalos entre otros muchos de los que no siempre somos conscientes. Jesús se presenta en medio de la comunidad, le habla a quienes están en comunidad, en común unión. Tomás no tiene esta experiencia del resucitado porque anda por su lado, anda por su cuenta, no le da importancia a la comunidad como lugar de encuentro, de fe, solidaridad, formación y compromiso. La comunidad eclesial y de base es el camino hacia Jesús y Jesús es el Camino hacia el Padre. (Jn. 20, 19-23). Quien desprecia o no valora a uno de estos o estas, hermanos y hermanas pequeñas y vulnerables de la comunidad a mí me desprecia, podría decirnos el Señor. Jesús es el rostro humano de Dios, pero cada persona y especialmente las personas pobres de nuestras comunidades son el rostro humano y divino de Jesús.
Siempre tenemos necesidad de un espejo, por naturaleza el ser humano es “coqueto”, porque el espejo refleja lo que somos. En el Génesis, Dios es nuestro espejo porque nos hizo a su imagen, nos dio su aliento, su gracia, su fuerza. Cuando nacemos nuestro espejo está limpio, sin manchas, transparente, pero con el paso del tiempo la imagen que aparece en el espejo ya está nublada, sucia, opacada, nos seguimos viendo como somos pero hemos perdido la gracia que nos ha traído la manifestación gloriosa de Jesucristo. Jesús debe ser nuestra imagen, esa imagen que se refleje en nuestro espejo todos los días, ese espejito que llevamos oculto en el bolsillo de la camisa en el caso de los varones o que llevan en su bolso o cartera las mujeres y que sacamos con discreción, para vernos, peinarnos, ver nuestra apariencia. La espiritualidad del espejo consiste en que así como nos vemos en el espejo cada mañana y nos arreglamos para sentirnos a gusto y seguros o seguras de lo que somos, así debemos preocuparnos por reflejar a Jesús cada día y cada hora de nuestra vida recuperando la gracia perdida por nuestras afecciones y pasiones desordenadas (1Pedro 1,10-16). Quien me ve a mi ve al padre dice Jesús.
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