Contemplo a Jesús en la cruz, símbolo cristiano de vida y símbolo pagano de muerte, de tortura. El mal sigue crucificando a Jesús en el madero de la cruz en cada persona inocente víctima de la violencia. El mal sigue dirigiendo el mundo desde la cátedra de humo y fuego. El mal lanza redes y cadenas. Redes para atrapar a más hombres y mujeres que ponen sus vidas al servicio del mal y lanza cadenas para esclavizar a mercenarios a merced del mal (Jn. 8, 31-59) .
El mal se ha personificado no en la figura mítica y religiosa que hemos hecho de él como diablo, Satanás, Lucifer con figura horrible, espantosa y repugnante. El mal se personifica en cada hombre y en cada mujer que atenta contra la vida de su prójimo o prójima, atenta contra el derecho que todo ser humano tiene de vivir, de trabajar, de ganarse con honradez el pan diario. El mal se personifica en la irresponsabilidad humana, en la tentación de creernos dioses, que deciden sobre la vida y la muerte. Existe el mal y se personifica en las personas malas (Jn. 5, 19-30).
Jesús sigue siendo crucificado por el mal. El mal de este mundo le quitó la vida, lo arrancó con violencia, lo eliminó, lo quiso desaparecer eternamente porque era un hombre distinto. ¿Qué tenía de distinto Jesús? Todo. Su persona íntegra, su modo de ser, sentir, pensar y actuar. Era un hombre bueno, profundamente humano, trabajador, honrado, sencillo, y que creía en Dios y en su reinado, el reinado de la luz, de la bondad, de la justicia, del respeto y del perdón. Hoy ser hombres y mujeres que creen en la bondad, en la honradez, en el respeto, en el trabajo digno, es ser hombres y mujeres que no tiene un lugar en la historia o en la vida social de cualquier país. Es ser personas anacrónicas, fuera del tiempo (Jn. 8, 12)
Con la resurrección Jesús es el primero de la nueva cosecha, es la semilla de la esperanza, es el sacramento de la justicia de Dios. Ante el aparente triunfo del mal, de la muerte y de sus emisarios, Dios en Jesús ha vencido la muerte, ha derrotado la injusticia, nos ha devuelto la vida verdadera, la vida eterna, la vida en Dios. La vida y la muerte nos acompañan siempre, todos los días de nuestra vida, vivimos muriendo cada día, morimos para tener la vida verdadera, la vida en Dios. La promesa de Dios y Dios cumple lo que promete. Esto no es conformismo, no es auto engaño, no es consuelo de tontos y tontas, es creer en la promesa de Dios: Que las personas buenas y justas como Jesús, recuperan la vida que el mundo y la violencia les ha arrebatado, porque Dios nos la devuelve, porque él es un Dios de personas vivas, que siguen viviendo, que siguen amando, que siguen intercediendo por el amor y el perdón en su presencia.
Jesús nos dice que en la casa de su Padre, que es nuestro Padre hay mucho espacio, muchas habitaciones y que tenemos un lugar ahí en la casa de Dios, en el hogar de Dios. Jesús habla de lo que conoce, es la palabra personal y verdadera de Dios. Lo que Dios promete lo cumple. “Yo soy la resurrección. El que crea en mí, aunque muera, vivirá… (Jn. 11, 17-44)
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