Es la primera de las ocho
bienaventuranzas que encontramos en el Evangelio de San Mateo: “Dichosas las
personas pobres de espíritu, porque de ellas es el Reino de los cielos”.
Posiblemente las bienaventuranzas fueron recogidas por San Mateo en una sola
pieza literaria o cuerpo doctrinal aunque Jesús no las haya dicho en una sola
ocasión, sino a lo largo de su ministerio y en distintas circunstancias de su
apostolado: “San Mateo sistematiza en un todo enseñanzas que Cristo impartió en
distintas ocasiones” (B. Caballero). Además de estas bienaventuranzas (Mt. 5,
1-12), existen otras en el mismo evangelio, dirigidas a personas individuales o
colectivas. También tenemos las de San Lucas (Lc. 6, 20-ss). Estamos al inicio
del primer discurso, (Discurso del monte: Cap. 5-7), de los cinco que
estructuran este Evangelio. Los otros sólo se enuncian para que no nos quedemos
con un vacío en el conocimiento general de esta línea vertebral de San Mateo:
Discurso misionero (Cap. 10); el parabólico (Cap. 13); el eclesial (Cap. 18); y
el escatológico (Caps. 24-25).
Ser una persona bienaventurada es ser una
persona bendecida por Dios, agraciada en su presencia, dichosa, llena de felicidad,
llena de gracia, que tiene un lugar preferencial en el corazón de Dios por
distintas rezones sean gratuitas o merecidas. Las Bienaventuranzas nos invitan
a “vivir un proceso de transformación del corazón, para sentir y obrar al modo
de Dios, con su Espíritu” (J. Garrido). Debemos verlas en su conjunto, para
comprender qué tipo de ser humano describen y darnos cuenta que describen las
actitudes y la acción de Jesús, el Mesías, en persona. Las bienaventuranzas nos
muestran el perfil del maestro para que sus discípulos y discípulas lo
asimilemos, lo hagamos nuestro y lo transmitamos a los y las demás.
Jesús vivió las Bienaventuranzas y cómo
él se convierte en modelo de “pobre en el espíritu” (Mt 11,25-30), y un
sufrido, un no-violento, un hombre de corazón limpio, un perseguido. Jesús no fue un hombre pasivo inhibido, beato
encerrado en sus prácticas religiosas, ni un cumplidor fiel de normas, ni un
asceta de la autoperfección, ni un místico dedicado a su mundo interior. Fue
humilde en su corazón y comprometido en la acción; tuvo hambre y sed por realizar
el proyecto de Dios en la tierra, pero, por encima de todo, se abandonó
confiado en la voluntad de Dios; trabajó por la paz y la solidaridad entre los
seres humanos y tuvo que aprender a dar sentido al fracaso y al odio de sus
enemigos; él era del “pequeño resto de Israel” del que nos habla el profeta
Sofonías (Sof. 2, 3; 3, 12-13) o como lo describe el profeta Isaías (Is. 50,
4-9) o Juan el Bautista (Jn. 1, 29-34). Pobre de Espíritu o en el Espíritu es
ser una persona libre, carente de ataduras, de afecciones desordenadas, vaciado
de sus quereres y de sus intereses egoístas para acoger completamente la
voluntad de Dios. Es un vaciarnos para llenarnos del amor y la gracia de Dios,
quien es nuestra fuerza, nuestra energía y vitalidad. Es ser una persona que
ante Dios es humilde y justa, es ser un “’anawím”.
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