“Mi Reino no es de este mundo”. Esta afirmación que el evangelista Juan
pone en boca de Jesús, más que un diálogo es
un discurso sobre su identidad ante Poncio Pilato. Este texto ha sido
por muchos años y por muchas décadas mal interpretado, haciéndonos creer que el
seguimiento al que nos invita Jesús es apolítico, que la fe no tiene nada que
ver con los problemas sociales que enfrentan cada día millones de personas en
el mundo, personas vulnerables, pobres, explotas, acosadas, esclavizadas por
sistemas opresores. Muchos imperios han hecho suyo el símbolo del águila
imperial y Roma no es la excepción. El águila, símbolo imperial, está frente al
cordero. El águila imperial es el antagonista del codero de Dios protagonista
de un nuevo orden social y religiosos. El águila condena y martiriza al cordero
y cree que con la condena política ha vencido al adversario.
“Mi Reino no es de este mundo” debe entenderse no como rechazo a la dimensión política que tiene todo
ser humano, porque lo que menos tiene el seguimiento de Cristo es indiferencia. No debe entenderse
como separación de lo espiritual y lo
mundano o material; no debe entenderse como que el reinado de Dios es en el más
allá y no en el más acá, que su reinado es espiritual y en la otra vida. Que el reinado de Dios es sólo escatológico. Así
se ha interpretado esta afirmación de Jesús, nada más alienante y tergiversado;
nada que ver con la verdad del Evangelio. El reinado de Dios no se reduce a una
realidad escatológica, tiene sí, una dimensión escatológica, pero la
escatología como manifestación plena y futura de Dios no carece de pasado ni de
presente. Si bien es cierto que la escatología es el tratado de las realidades
últimas, no es menos cierto que esas realidades últimas y definitivas comienzan
aquí y ahora. El futuro lo es porque tiene presente. No hay árbol que dé frutos
sin tener metidas las raíces en la tierra.
“Mi reino no es de este mundo” debe entenderse como “mi reino no es al
estilo o manera de este mundo”, no está fundamentado en la opresión, la exclusión y corrupción; no está cimentado
en el poder como dominio, en la violencia, el odio, el egoísmo y el fanatismo
religioso o político. No se edifica sobre la soberbia, el orgullo, el
prestigio, en la lucha por los primeros puestos en la sociedad. “La gloria de
Dios” es que el ser humano tenga vida mucha y plena; la gloria de Dios es que
los pobres vivan no mueran; la gloria de Dios es el rostro del ser humano
honesto, honrado, correcto, justo, que
ama la paz, la justicia y la verdad. Jesús afirma tajantemente que es Rey y que
para eso ha nacido, que ha venido al mundo para ser testigo de la verdad y que
“todo el que es de la verdad, escucha su
voz (Jn. 18, 33-37). La verdad es la luz verdadera que ilumina a todo ser
humano que ama y sirve a Dios.
El reinado que propone Jesús, el reinado de Dios, está edificado sobre la verdad, la justicia,
el amor y la paz; está cimentado en la
equidad, la igualdad, el respeto. El reinado de Dios es como una casa edificada
sobre roca sólida y firme, no sobre arena o lodo, que es el material que hemos
utilizado, por muchas décadas, para estructurar la política; en lodo y arena es en lo que hemos convertido la
llamada “preocupación por el bien común”.
El cristianismo siempre ha sido humano céntrico, es decir, siempre ha
tenido como preocupación central y
prioritaria al ser humano y la humanización de las estructuras sociales,
políticas y económicas creadas por éstos mismos seres humanos. Jesús une anuncio del reinado de Dios y
acciones que hacen creíble esa buena noticia del reinado de Dios en medio de
los y las pobres. No existe futuro desarraigado del presente; en el presente se
edifica el futuro al estilo de Jesús. Jesús anunciaba el reinado de Dios desde
las condiciones materiales en las que vivían, en su presente, muchas personas
de su época. El juicio político que Pilato hace a Jesús, presionado por los
líderes religiosos partidistas, es el que nos presenta San Juan recordando aquella
“mañana de abril del año treinta”. Nos presenta a un hombre bueno e indefenso
ante el representante del poder imperial romano del siglo I. Un hombre
prepotente, orgulloso, cobarde, oportunista, manipulador y diplomático. Un hombre cegado por el poder y
el temor ante la verdad y la justicia.
Jesús afirma que “si su reino fuera de este mundo” o como los de este
mundo, “mis servidores habrían luchado para que no cayera en manos de los
judíos”. Sería, por ende, un reinado fundamentado en la violencia, el
sometimiento, y la injusticia. Ni los dirigentes judíos ni Pilato escuchan la verdad, porque no escuchan la voz
de Jesús. El reinado de Dios y el reinado de Jesús “no es de aquí”, no porque no sea posible, puesto que los
“insumos” ya están presentes para el futuro, pero no es ni puede ser como los
de aquí. Quizá nos ayude a comprender mejor la afirmación que el texto propone
inmediatamente: “Yo nací y vine al mundo para ser testigo de la verdad. Todo el
que es de la verdad, escucha mi voz”.
En su autocomprensión Jesús no niega que es , maestro, Señor o Rey y que
para eso ha nacido, lo que niega es el modo de proceder de los grandes y que
entre los futuros cristianos las cosas deberían ser de otra manera: “Jesús
los llamó y les dijo: «Ustedes saben que los gobernantes de las naciones actúan
como dictadores y los que ocupan cargos abusan de su autoridad. Pero no será
así entre ustedes. Al contrario, el de ustedes que quiera ser grande, que se
haga el servidor de ustedes, y si alguno de ustedes quiere ser el primero entre
ustedes, que se haga el esclavo de todos; hagan como el Hijo del Hombre, que no
vino a ser servido, sino a servir y dar su vida como rescate por una
muchedumbre.» (Mt. 20, 20-28).
Mi Reino no es de este mundo porque no usa la violencia, no se impone.
Jesús quiere hacer notar la diferencia y casi una ruptura entre la dominación,
que es lo que representa Pilato y los sumos sacerdotes, y el servicio, eje
central de la opción de Jesús. El poder para Jesús es el servicio incondicional
por amor. Como lo va a presentar el salmista: “Oh Dios, comunica al rey tu juicio, y tu justicia
a ese hijo de rey, para que juzgue a tu pueblo con justicia y a tus pobres en
los juicios que reclaman. Que montes y colinas traigan al pueblo la paz y la justicia. Juzgará con justicia al
bajo pueblo, salvará a los hijos de los pobres, pues al opresor aplastará…. Florecerá en sus días la justicia, y una gran
paz hasta el fin de las lunas... Ante él se arrodillará su adversario, y el
polvo morderán sus enemigos… Ante él se postrarán todos los reyes, y le
servirán todas las naciones. Pues librará al mendigo que le clama, al pequeño,
que de nadie tiene apoyo; él se apiada del débil y del pobre, él salvará la
vida de los pobres; de la opresión violenta rescata su vida, y su sangre que es
preciosa ante sus ojos. (Sal. 72)
Los cristianos y cristianas de los primeros siglos asumieron como propio
e interpretaron la visión del profeta Daniel como referida a Jesucristo. Es
verdad que hay un adviento precristiano presente en todo el Antiguo Testamento,
porque Jacob, Israel, Judea, Samaria etc., esperaban un mesías salvador. Dos
siglos antes de Jesús, Daniel tiene esta visión (Dn. 7, 13- 14): “Yo
estaba mirando, en las visiones nocturnas, y vi que venía sobre las nubes del
cielo como un Hijo de hombre; él avanzó hacia el Anciano y lo hicieron acercar
hasta él. Y le fue dado el dominio, la gloria y el reino, y lo sirvieron todos
los pueblos, naciones y lenguas. Su dominio es un dominio eterno que no pasará,
y su reino no será destruido”.
El género literario con el que está escrito el libro de Daniel es el apocalíptico.
Este género no debe entenderse al pie de la letra, pues no es esa la intención
del autor o hagiógrafo, más bien es un género subvertidor del orden establecido e invita a la resistencia, a la esperanza, a
la lucha contra la opresión y el dominio imperialista de los griegos. El profeta quiere desenmascarar, “los peligrosos efectos de una ideología que pretende suplantar el poder y
señorío únicos del Dios bíblico. La historia ha demostrado que tanto imperios
como emperadores, reinos y reyes fenecen, pasan, se acaban, y eso no va a
cambiar; que sólo una cosa es inmutable el poder, la gloria y el reinado de
Dios a favor siempre del oprimido, eso nunca pasará”.