Tu rostro Señor es como el mío, humano y cercano. Desde antiguo, Dios
siempre ha venido a nuestro encuentro. En el relato de la creación Dios toma la
iniciativa de hacer la creación y crear al ser humano, dándole todo de sí
mismo.
El Dios creador da todo por amor. Dios es la fuente inagotable de la entrega y
del encuentro, desde siempre. En el
relato el hagiógrafo pone a Dios
caminando en el jardín, paseando y buscando al ser humano para dialogar y
compartir. Dios es presentado como un amigo.
Con Abraham se encuentra cerca de
la tienda, en Mambré, ahí nace la promesa y la alianza. Es Dios que desde
siempre ha venido a nuestro encuentro (Gn.15; 18,1-8). El Dios que se le revela
a Abraham es el Dios de la promesa: una tierra nueva y padre de todos los
pueblos de la tierra. Es un Dios que bendice al ser humano dándole la
descendencia. Es el Dios de nuestros padres y madres. El Dios de Abraham es el
Dios que ama la libertad y es el Dios que ama a los seres humanos dejándoles
libres para que escojan sus propios caminos.
También Dios viene al encuentro del ser humano en la vocación de Moisés,
en el relato de la zarza. El Dios que se le revela a Moisés es el Dios
liberador, el Dios que hace una opción preferencial por los pueblos pobres, que
sufren la opresión y la miseria que generan las grandes potencias mundiales.
Dios no opta ni negocia con los poderosos, ellos ya tienen sus propios dioses. Dios
pone su propia tienda en nuestro campamento para que nos acerquemos a dialogar
con él, él es nuestra compañía, nuestro refugio y nuestro sustento (Ex. 33,13)
Estas teofanías o manifestaciones de Dios en el Antiguo Testamento se
seguirán multiplicando con los profetas: Jeremías 33, 14-16; Baruc 5, 1-9;
Isaías 35, 1-10; Sofonías 3,14-18. Especialmente Sofonías presenta a un Dios
que se alegra tanto de habitar entre su pueblo que su alegría contagia a todo el pueblo y le da fortaleza en medio
de las angustias y las aflixiones: "¡Yavé, tu Dios, está en medio de ti el
héroe que te salva! El saltará de gozo al verte a ti y te renovará su amor. Por
ti danzará y lanzará gritos de alegría como lo haces tú en el día de la
Fiesta".
Las teofanías son manifestaciones de vida y salvación para la humanidad
caída, sin esperanza y oprimida. Son un regalo gratuito de un Dios amante del
ser humano y preocupado por sus necesidades y sufrimientos. Este Dios que se
revela siempre es el que nos va a anunciar Jesús como el rostro humano de Dios,
como su palabra personal y como su manifestación definitiva. Jesús es la
epifanía del Padre para toda la raza humana representada en los sabios de oriente.
El misterio de la encarnación y la contemplación que podemos hacer de
ella nos revela cómo lo infinito se hace finito, lo eterno-perecedero, lo
inalcanzable-tocable, lo “alejado”-cercano, lo inmutable- mutable. San Juan
expresa de manera magistral el misterio
de la encarnación, la epifanía de Dios en Jesús: “En el principio era la
Palabra, y la Palabra estaba ante Dios, y la Palabra era Dios. Ella estaba ante
Dios en el principio. Por Ella se hizo
todo, y nada llegó a ser sin Ella. Lo que fue hecho tenía vida en ella, y para
los hombres la vida era luz. La luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no
la recibieron… Ella era la luz verdadera, la luz que ilumina a todo hombre, y
llegaba al mundo. Ya estaba en el mundo, este mundo que se hizo por Ella, o por
El, este mundo que no lo recibió. Vino a
su propia casa, y los suyos no lo recibieron” (Jn. 1, 1-5. 9-11).
“Dios, en Jesús, se hizo hombre. ¿No es lo más ejemplar en la vida ser
persona cabal?” Tanto la cercanía de
Dios en Jesús como Jesús modelo de persona humana, más cerca de Dios por su
misma humanidad y humanización, es la garantía de que el verdadero encuentro
con Dios nos reorienta la vida y las
decisiones que tomamos en ella. Jesús es la encarnación de Dios y la
humanización de Dios. Jesús es nuestro modelo de encarnación y de humanización.
Lo lamentable es que aunque Dios haya puesto su casa en medio de las nuestras
preferimos seguir teniendo una vida que margina al Dios de Jesús y le abre las
puertas y nuestros altares domésticos a nuestros propios dioses, porque “vino a
su propia casa y los suyos no o recibieron”. “La casa de Dios es el mundo, la
casa de Dios es mi casa; habita Señor en mí para que de mi corazón sólo nazcan
buenos sentimientos y se ejecuten buenas acciones”.
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