Guazapa, San Salvador, El Salvador

Guazapa, San Salvador, El Salvador
Quiero llevarte en mis ojos como la ternura que un hombre lleva en sus mirada. Mirada viajera del tiempo retenido, como pupila siempre nueva, contenida, retenida, desnuda y renovada.

24 de octubre de 2011

Recrean el pensamiento y la mirada.

Era tarde y estaba lloviendo. El atardecer dejaba colar la luz por las montañas y el cielo parecía un manto de viernes Santo. Miraba hacia  el horizonte y mis ojos se llenaban de luces y sombras. Seguía mirando y ese horizonte empezó  a acercarse, venía hacia mí, se acercaba cada vez más en su colorido, veía gatos color jirafa, sentía perros con olor a jengibre y una geografía multiétnica y pluricultural. Era gente, gente, gente, parecían un río en movimiento, caminaban suavemente. Caminaban hacia su origen, hacia su tejido cultural, hacia su bujía ancestral, eran la imagen de un pueblo sin rostro, ¡qué herejía! El pueblo siempre ha tenido rostro. Eran los y las elegidas, se aligeraban, gemían y surgían, como semillas nuevas, que cayeron, que callaron, que fueron calle y surco de voces. Venían del norte, venía buscando la vida.

Al amanecer cayó el rayo,  surco de luz,  as de oro, plata y bronce. Cuando el sol les abrazó con el amor hecho luz se echaron a correr, saltaban de alegría, la luz había vencido nuevamente a la oscuridad invasora; sus sonrisas parecían  un haz de felicidad, un haz de victoria, un haz de ilusiones, porque hacían de su tristezas alegrías eternas. Seguían avanzando, seguían caminando. Su sonrisa sonora era el conjunto de muchos árboles, era una marimba cosida, atada con hilos de aromas naturales, el olor de la montaña, el olor de la quebrada, el olor de la tierra húmeda, el olor del campo bañado de rocío. Era el Quebracho, era el  Maquilishuat, era el Copinol, era el Guayabo y el Anono, el Limón y el Naranjo, quienes iban y venían, ofreciendo los frutos donde vivían sus almas. Esa gente, esos cuerpos cansados, agotados, quemados se alimentaban de la vida que les ofrecían esos árboles, esos árboles que se quedaron fuera del paraíso perdido.

Esa gente, en su tierra, comiendo en su tierra, produciendo en su tierra, fue la mayor riqueza de nuestra identidad. Esa gente unida es la Ceiba que abrasa, que quema, que enciende,  que abraza el cielo, que envía mensajes a los cuatro vientos, puertas y ventanas de las cuatro casas, las cuatro direcciones del universo, con su corazón verde  bosque, turquesa, verde azul, donde se une la tierra y el cielo. Las cuatro casa del universo se unían nuevamente para colorear la vida y el destino de sus habitantes. Las cuatro casas: La del blanco, la del rojo, la del amarillo y la del negro estaban ahí tejiéndose, amándose, haciéndose necesarias  en las luchas cotidianas de este nuevo pueblo. Callamos, caemos, cayados nos sostienen en los callos de nuestros pies. En mi rostro legendario, testigo de muchos siglos vive toda esa gente y hoy recojo sus semillas. El Ceibo y la Ceiba son los símbolos de la paz y la reconciliación entre el mundo y el universo.

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