Guazapa, San Salvador, El Salvador

Guazapa, San Salvador, El Salvador
Quiero llevarte en mis ojos como la ternura que un hombre lleva en sus mirada. Mirada viajera del tiempo retenido, como pupila siempre nueva, contenida, retenida, desnuda y renovada.

14 de enero de 2014

Si es menester (1 Cor. 9,19-27).

Si es menester que vaya, voy. La vida nos da sorpresas y en esas sorpresas está el designio salvador de Dios, si estamos atentos y atentas para descubrirlo y dejarnos evangelizar por sus medios, es decir los medios que Dios va utilizando: “Asimismo, sintiéndome libre respecto a todos, me he hecho esclavo de todos con el fin de ganar a esa muchedumbre” (1Cor. 9, 19). 

Ayer me hice hermano con los de la hermandad  de Jesús …para acompañarles a un “fin de un novenario” por la muerte de uno de sus miembros: Don Felino. Lo vi y lo reconocí y vinieron a mi encuentro imágenes y momentos vividos en el Templo. Era un  hombre de Dios, su palabra era el silencio. Salimos después de  la misa de seis como lo habíamos planeado, nos reunimos en el parque y mientras esperábamos a otros, que no llegaron, estábamos “chascarriando”, todo era broma y risas en los breves espacios de tiempo fresco que se dan en El Puerto. La noche era hermosa con su hermosura natural, olía a mar, el parque central iluminado y los transeúntes iban y venían; otros sentados en las bancas del parque no se cansaban de mirar para un lado u otro. Todo era playa.

Me fui a mis menesteres cristianos. Llegamos a Santa Adela, “trepados en el Azul”, medio eficaz para llegar a nuestro destino. Santa Adela es una santa italiana que no es virgen, porque fue una mujer casada. Para ser santo o santa no es condición indispensable la virginidad: “La emperatriz se dedica a hacer el bien. Protege, socorre y consuela a los necesitados. Considera el poder como una carga para ella y un servicio para el bien del pueblo”. Santa Adela, es una madre para los y las pobres del siglo X y del siglo XXI en nuestra parroquia. Para ella el poder es servicio y utiliza muy bien el don de servir porque Dios le ha dado ese poder. La casa es normal como las casas pobres de las personas que por años y casi toda su vida han sido excluidas sociales, lástima que la pobreza extrema se haya hecho normal para nuestra sensibilidad dormida. El nombre del barrio o de la colonia está bien puesto porque Santa Adela cuida, acoge y defiende a sus pobres, esos y esas que viven a la orilla de la carretera que va hacia el Coyolar; esos y esas que viven en los barrancos y que poco a poco han edificado sus casas sobre roca. La fe es el plato fuerte de los y las pobres (Is. 42,6-7).

Aquí están guardados los menesteres de labranza. La casa tiene techo de láminas enmohecidas, paredes de plástico negro grueso con otras láminas enmohecidas. Madera roíza estructura el armazón menesteroso de seguridad, el piso de tierra a desnivel como se hacen los anfiteatros. En el fondo de la habitación está el altar, que lleva a todos lados la funeraria con un Cristo tan rígido como el metal, color plateado, no como el que se dejó crucificar por amor allá en el monte de la calavera o Gólgota,  un Cristo tan lleno de humanidad y de amor con sus brazos abiertos, con un corazón liberado y empapado de amor a la humanidad, parecido al siervo sufriente de Yahvéh del profeta Isaías (Is. 42,1-4.6-7) y que los cristianos y cristianas identificamos en Jesús que pasó toda su vida haciendo el bien, sanando y liberando de toda dolencia y maldad (Hch. 10, 34-38).

Si es menester rezar por él, si lo necesita. Allá estaba él, centrado, sencillo, callado, a penas imagen borrosa de quien fue en su vida. Un Labrador de la tierra con siete hijos e hijas y su esposa sola, rodeada de sus seres queridos. Don Felino, por su modo de ser pudo pasar desapercibido, pero no fue así. El no fue sombra de hombre, fue imagen y semejanza de Dios; él iba por la vida como uno más para recibir el denario por su trabajo, iba en la multitud de fieles católicos viviendo y celebrando su fe, en la pastoral de la “religiosidad popular”. Como Jesús iba como uno más pero no fue uno más. Fue singular en la pluralidad de personas comprometidas con el Evangelio.

Allá estaba él en medio de la luz y de las luces, como su vida, llena de luz, en silencio humeante; como vela que se gasta para mantener la luz encendida. Él no era la luz, sino testigo de la luz. La fotografía de su vida era borrosa pero se reconocía, rodeado de vida truncada como las flores que adornaban el altar. Lo vi y lo reconocí porque vino a mi memoria su presencia en el Templo los domingos y su paso lento en las procesiones. Como dice el cuarto Evangelio: “Por medio de Moisés hemos recibido la Ley, pero la verdad y el don amoroso nos llegó por medio de Jesucristo” (Jn. 1, 17).

Es menester regresamos al Puerto, de salida y de llegada, la noche seguía fresca y su dulzura bajaba como aroma escondida por la calle de Santa Adela. El corazón humano guarda silencio mientras el cerebro se acelera queriendo comprender todo lo que la contemplación le permite. Eso es imposible. Tenía razón San Agustín cuando escribió el fruto de su meditación sobre el Misterio de Dios: “Nos has creado para ti y nuestro corazón no descansará, hasta que descanse en ti”. Digamos como San Pablo: “Pero yo no he hecho uso de tales derechos ni tampoco les escribo ahora para reclamarles nada. ¡Antes morir! Eso es para mí una gloria que nadie me podrá quitar. ¿Cómo podría alardear de que anuncio el Evangelio? Estoy obligado a hacerlo, y ¡pobre de mí si no proclamo el Evangelio! Si lo hiciera por decisión propia, podría esperar recompensa, pero si fue a pesar mío, no queda más que el cargo. Entonces, ¿cómo podré merecer alguna recompensa? Dando el Evangelio gratuitamente, y sin hacer valer mis derechos de evangelizador” (1Cor. 9, 15-18).

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