Dios es grande, sin duda, y se hace pequeño en cada experiencia que
vamos teniendo de él, cuando se nos hace accesible en nuestra vida espiritual
alimentada por los acontecimientos que ocurren en lo cotidiano, en compañía de
aquellos y aquellas que nos ha encomendado para que les sirvamos y que sin
pedir nada a cambio nos aman, nos cuidan, nos alimentan, nos sirven y nos van
edificando con su sencillez de vida y con la transparencia de sus sentimientos.
Sólo sé que Dios nos va dando de beber su agua refrescante en los poquitos que
pueden agarrar los cuencos de sus manos y que podemos saborear con nuestros
labios infantiles. ¡Señor, nuestro Dios,
qué admirable es tu Nombre en toda la tierra! Quiero adorar tu majestad sobre
el cielo: con la alabanza de los niños y de los más pequeños… (Sal. 8, 2-3a).
No sabía cómo comenzar a
compartir “la huella” que ha dejado en mi interior lo vivido en El Filo, la
parte más alta y árida del Cantón San Rafael, municipio de La Libertad. Las huellas de mis pies se perdían en las innumerables huellas de esos hombres y
mujeres que suben y bajan a diario del Filo y que, más que caminar vuelan como
palomas Alas Blancas o corren y saltan como venados y venadas que aman la
libertad por aquellas veredas, tan llenas de polvo y de piedras. Muerte y vida
siempre andan juntas; en el invierno y en el verano; en el grano que cae y en
el que se cosecha: en el árbol caído y en las semillas que vuelan; en las
quebradas secas y en los ojos de agua; en los anocheceres y en los amaneceres; como
dice el canto: “Sólo el trigo que muere
sirve para el altar”
Subía y subía, descansaba, volvía
a caminar bajo el sol asfixiante de la costa, el agua hecha sudor corría sin
dirección, era yo un manantial a punto de secarse. El agua sólo era un recuerdo
apetecible. Esa experiencia de sed delirante me recordó cómo Dios sacó agua de
las rocas y se comprometió con su pueblo: “Yo estaré allá delante de ti, sobre
la roca. Golpearás la roca y de ella saldrá agua, y el pueblo tendrá para beber
(Ex. 17, 6). En medio de tantas carencias somos un pueblo de fe, confianza y
amor a Dios que nos cuida y nos ama por encima de todo, aún encima del Filo. Nuestra
fe en este Dios amor nos hace conocer el amor en todo lo que nos da paso a paso
en el tiempo. Como el salmista puedo decir: “¡Señor,
nuestro Dios, qué admirable es tu Nombre en toda la tierra!” (Sal.8, 2-10).
Por fin hay un tiempo de respiro,
llegamos a la cima, a la parte más alta de este terreno elevado. Ahí estaba
como un oasis en el trópico, la casa de Vilma y su gran familia, el gran patio
rodeado de piedras, parecía un espacio sagrado, parecido a un templo sin techo
al aire libre. Los mangos, los tamarindos, el limonero; las gallinas, los
pollos, los chumpes, los perros y el gato perezoso nos dieron también la bien
llegada. Y qué bien llegada, estábamos en casa, bajo la sombra de los mangos y
bebiendo agua fresca y fresco de tamarindo. La cocina, el espacio comunitario
de la casa, era sólo humo, quemando leña, apresurando el cocimiento del
almuerzo: Una sopa de camarones con tortillas recién salidas del comal. Con el
sueño se hizo un paréntesis.
Poco a poco, por distintos
caminos fueron apareciendo las personas de la comunidad. Venían vestidos y
vestidas para una fiesta. El espacio sagrado, el patio, comenzó a llenarse de
vida, de historias y de fe. Comenzamos la celebración de la Palabra y mientras
cantábamos de uno de los libros cayó como venido del cielo una estampita de Monseñor
Romero, cayó como buena nueva; él estaba con nosotros y nosotras en la comunidad
compartiendo con su pueblo, como lo hizo muchas veces en vida. Estaba ahí como
uno más sin ser uno más, porque nos honraba con su presencia, alimentándose en
comunidad con la palabra de Dios. Él siempre humilde y silencioso, ahí estaba
en el Filo “pastoreando a sus ovejas”, como lo hacía Jesús. Lo vi, me acerqué,
me arrodillé, lo tomé con respeto con mi mano y lo llevé cerca, al altar, donde
estaba Cristo crucificado. El Señor Jesús nos había convocado a la mesa con su palabra y él era nuestro pan. El canto final sintetiza toda esta
experiencia: “Los caminos de este mundo
nos conducen con amor, hasta el cielo prometido, donde siempre brilla el sol. Y cantan los
prados, cantan las flores, con armoniosa voz, y mientras que cantan prados y
flores, yo soy feliz pensando en Dios”. La comunidad me acercó a Dios y me hizo pensar en Dios.