No sé cómo pasó. Nunca pensé
que pasaría, pero el Señor tiene sus propósitos y sus propios caminos y
recursos. Desde hace mucho tiempo he caído en la cuenta de que Dios no hace
acepción o distinción de personas, sino que acepta a quien lo teme y practica
la justicia (Hch. 10, 34-38) y “todo el
que ama a un Padre, ama también a los hijos de éste” (Jn. 4, 19-5, 4).
El ser humano es un ser de costumbres, caminaba por la misma acera, viniendo de la casa cural, doblaba por el mercado municipal y ahí estaba siempre a medio vestir, por el calor del puerto. Carlos es su nombre y hay tantos Carlos en el Puerto que me da la impresión que es un nombre bastante común; común no significa ordinario, ni vulgar derivado de vulgo que significa: “conjunto de la gente popular, sin una cultura ni una posición económica elevada”.
El ser humano es un ser de costumbres, caminaba por la misma acera, viniendo de la casa cural, doblaba por el mercado municipal y ahí estaba siempre a medio vestir, por el calor del puerto. Carlos es su nombre y hay tantos Carlos en el Puerto que me da la impresión que es un nombre bastante común; común no significa ordinario, ni vulgar derivado de vulgo que significa: “conjunto de la gente popular, sin una cultura ni una posición económica elevada”.
Cuando camino por las calles
observo a quienes encuentro, veo sus rostros, sus ojos, su modo de vestir y
hasta los colores que se usan, porque todos esos elementos me dan información
sobre la persona, no para hacer juicios, sino para almacenar información que
más adelante me sirva para cualquier encuentro. Me fijo no para juzgar, sino
porque soy observador, analítico y prudente por naturaleza y experiencia.
Contemplando a las personas en su idas y venidas, sus negocios, sus pérdidas y
ganancias, sus problemas y sus triunfos me imagino que así nos contempla Dios y
desde esa contemplación nos llama y ve vuestras necesidades aunque no las
confesemos: “A ver ustedes que andan con
sed, ¡vengan a las aguas! No importa que estén sin plata, vengan; pidan trigo
sin dinero, y coman, pidan vino y leche, sin pagar. ¿Para qué van a gastar en
lo que no es pan y dar su salario por cosas que no alimentan? Si ustedes me
hacen caso, comerán cosas ricas y su paladar se deleitará con comidas
exquisitas. Atiéndanme y acérquense a mí, escúchenme y su alma vivirá (Is. 55,
1-3a). Dios ve nuestras necesidades y nos invita a acercarnos a él.
Qué sensación más bonita se
siente cuando a uno le llaman por su nombre, aunque habemos personas que nos
hemos mal acostumbrado a que nos digan el sobre nombre y hasta lo pedimos y
exigimos. Antes de acercarme, al pasar por la otra acera, investigué su nombre,
porque es agradable que le llamen a uno por el nombre, es un derecho humano al
que no debemos renunciar. Tener un nombre es tener una historia, un origen, una
familiar de referencia, un lugar en la sociedad y un lugar en el corazón de
Dios. Por ese nombre Dios nos llamará a su presencia cuando se abra el libro de
la vida (Ap. 20, 11-15).
No sé cómo pasó. ¡Hoy lo
recuerdo! La amistad comienza con pequeñas coincidencias. La amistad con Carlos
comenzó con una plática en la calle sobre basquetbol y los beneficios que trae
a la salud el practicar algún deporte o caminar. Dios tiene sus planes y cruza
los caminos de las personas para que se conozcan: “Pues sus proyectos no son los míos, y mis caminos no son los mismos de
ustedes, dice Yavé. Así como el cielo está muy alto por encima de la tierra,
así también mis caminos se elevan por encima de sus caminos y mis proyectos son
muy superiores a los de ustedes (Is. 55, 8-9). En nuestra vida los caminos
que vamos haciendo no son los que quiere Dios: “No se alegren porque someten a los demonios; alégrense más bien porque
sus nombres están escritos en el Cielo” (Lc. 10, 20). La
invitación que Dios nos hace es sencilla: que hagamos nuestros sus caminos y
dejemos los personales: “Busquen a Yavé ahora que lo
pueden encontrar, llámenlo ahora que está cerca. Que el malvado deje sus
caminos, y el criminal sus proyectos; vuélvanse a Yavé, que tendrá piedad de
ellos, a nuestro Dios, que está siempre dispuesto a perdonar” (Is. 55, 6-7).
El ser humano es una creatura
con muchas necesidades, somos seres complejos y con muchos complejos.
Necesitamos compartir, comunicarnos, hablar, que nos escuchen y que respeten
nuestra vida y nuestra historia, inclusive nuestras experiencias de Dios. El
ser humano ha sido creado para amar y ser amado, no para juzgar y ser juzgado.
La misión que nos encomienda Jesús es anunciar el Evangelio, es vivirlo día a
día, es hacerlo presente donde estemos
así como lo hacía Jesús, porque la fuerza del Evangelio nos va transformando: “Este es el comienzo de la Buena
Nueva de Jesucristo (Hijo de Dios). En el libro del profeta Isaías estaba
escrito: «Ya estoy para enviar a mi mensajero delante de ti para que te prepare
el camino. Escuchen ese grito en el desierto: Preparen el camino del Señor,
enderecen sus senderos” (Mc. 1, 1-3). Enderezar los senderos es dejar los prejuicios, dejar de
hacer juicios, y no dejarse llevar por los prejuicios. El Evangelio nos da la
libertad que la sociedad nos arrebata. Jesús nos ha dado este mandamiento: “El que ama a Dios, que ame también a su
hermano” (1Jn. 4,21)
Un día de tantos, este amigo, me pidió acompañarme al Asilo
Santo hermano Pedro de San José de Betancur, así como se escribe por estas tierras. Me llené de gozo
por la compañía y porque este prójimo es de confesión protestante. Otra cosa
sabia que he aprendido en la vida es que la persona humana está por encima de
la Ley, da le religión, de las opciones políticas, de las ideologías y hasta de
sus opciones afectivas. Jesús acogía a todo tipo de personas, sin hacer
distinciones de ningún tipo porque él era el Evangelio de Dios y vivía el
evangelio. El evangelio de Dios es éste: “Amamos
a Dios porque él nos amó primero. Si alguno dice: “Amo a Dios” y aborrece a su
hermano, es un mentiroso, pues quien no ama a su hermano, a
quien ve, no puede amar a Dios, a quien
no ve (1Jn. 4, 19-20).
Veamos el cielo, la tierra, el
mar y cuanto ellos contienen. El universo está lleno de su gracia y su belleza,
qué es el ser humano para que de él te acuerdes, Señor? Somos la niña de tus ojos, la alegría de tu
corazón, la sonrisa de tus labios, el canto en tus oídos; somos la razón de tu
felicidad. Somos tus hijos e hijas, eres nuestro Padre y a veces nuestra Madre,
porque ante nuestra incomprensión de tu misterio usamos imágenes antropomórficas
para comprenderte, es decir, usamos doctrinas que atribuyen a la divinidad las
cualidades de un ser humano, nuestras cualidades y limitaciones. Sea cual sea
nuestra religión, nuestro credo religioso, una cosa es clara y segura, tenemos
una misión en el mundo y en la sociedad:”Como
baja la lluvia y la nieve de los cielos y no vuelven allá sin haber empapado la
tierra, sin haberla fecundado y haberla hecho germinar, para que dé la simiente
para sembrar y el pan para comer, así será la palabra que salga de mi boca. No
volverá a mí con las manos vacías sino después de haber hecho lo que yo quería,
y haber llevado a cabo lo que le encargué. Sí, ustedes partirán con alegría, y
serán traídos con toda seguridad. Cerros y lomas, a sus pasos, gritarán de
alegría, y todos los árboles batirán las palmas. En lugar del espino crecerá el
ciprés, y el mirto, en vez de las ortigas. Y esto le dará fama a Yavé, pues
será una señal que nunca se borrará” (Is. 55. 10-13).
Después de esta pequeña experiencia
de tolerancia religiosa, de ecumenismo y de amor y respeto al prójimo, viene a
mi memoria Jesús de Nazaret que entendía la religión no como separación, sino
comunión entre las personas; la entendía como amor a Dios y a nuestros
semejantes, como acogida a aquellos y aquellas que llevan en sus espaldas
cargas inhumanas. Jesús no era “un funcionario de la religión, sino un hombre
de Dios” que enseña el Evangelio con su vida. Jesús salva al ser humano desde
dentro de la realidad humana, no desde fuera o de lo alto. “Jesús concentraba
su máximo respeto, su estima y su bondad en cada persona, en cada ser humano”.
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