Guazapa, San Salvador, El Salvador

Guazapa, San Salvador, El Salvador
Quiero llevarte en mis ojos como la ternura que un hombre lleva en sus mirada. Mirada viajera del tiempo retenido, como pupila siempre nueva, contenida, retenida, desnuda y renovada.

5 de noviembre de 2014

Mi casa es su casa, pase adelante…

He regresado a la casa del Padre…Cansado del camino, agobiado, lastimado, reflexivo y con la mirada en un horizonte incierto, dejando que Dios me acompañe y me diga la última palabra, mi última oportunidad porque a esta altura de la vida uno se la juega el cien por ciento. No hay vuelta atrás.

La fe me envuelve aunque no quiera porque no tengo otras opciones por el momento. La fe es ponerse en los brazos del padre. He regresado a mi pueblo, a mi ciudad natal, a mi querida Guazapa. He caminado por la vida y por la tierra anunciando una Buena Noticia, una buena noticia que fue para mí el principio de mi vocación cristina, misionera y sacerdotal. He llegado y no he llegado porque mucho de mí se ha quedado en el camino en cada persona que ha hecho de mi pecho su morada.

Vuelvo como Jesús a su tierra natal, con la diferencia de que él regresa con un grupo de amigos y amigas entusiasmados y entusiasmadas por el Maestro. Yo regreso cansado, necesitado de silencio interior y exterior, sin deseos de volver a salir y mantener la itinerancia, disponibilidad, obediencia e ilusión; aquella luz y aquella fuerza que me hacía romper fronteras e inculturar mi vida pasando esas fronteras.

Como Jesús regresó a sus aires natales y va a la Sinagoga de Nazaret, donde se había criado, así regreso hoy a la casa del Padre, al origen del principio, de donde lo cotidiano me fue arrancado por el llamamiento que Jesús me hizo, siendo muy joven aún; no es casualidad que el día que regreso a la casa, el texto del día es el que le ha dado sentido a toda mi vida cristiana. Algo me está diciendo Dios (Lc. 4,16-30).

El primer día de la semana y con las manos vacías,  la palabra de Dios me fue dirigida a través del misal diario y decía: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para llevar a los pobres la Buena Nueva, para anunciar la liberación a los cautivos, y la curación a los ciegos, para dar libertad a los oprimidos y proclamar el año de gracia del Señor”. ¡Qué revés tan inesperado! Me vuelve a dirigir la misma palabra de hace treinta y siete años, en el mismo lugar y en el mismo sitio. Yo que anuncié esa buena noticia, ahora soy yo al que hay que anunciársela y son ellos y ellas, quienes fueron las personas destinatarias las que hoy me sostienen y consuelan.

El texto es mi vida recorrida, es mi memoria de juventud,  es la luz de mi consagración, pero para llegar a esto he tenido que dejarme llevar por el desierto, el lugar del encuentro, del amor y de las pruebas. En este desierto estoy despojado de todo y hasta de lo mínimo que me pueda dar seguridad, orgullo y soberbia. Como San Pablo puedo decir a la comunidad cristiana: “Me presenté ante ustedes débil y temblando de miedo…” (1Cor. 2, 1-5). La fe mía y de ustedes depende sólo del poder de Dios  y no de la sabiduría de los seres humanos. Me doy cuenta, una vez más, que Dios es misericordioso e inquebrantable, no deja que la vara zarandeada por el viento termine de quebrarse, no deja que la mecha humeante termine de apagarse; él ha sido misericordioso, cosa que no encuentro entre algunas personas que creen en Dios. La fe no sólo es un regalo, un don, sino también un salva vidas, una mano amiga que nos levanta, anima y empuja a continuar. La fe tan pequeña y tan infinita al mismo tiempo.

Con el tiempo volvemos a la tierra que nos vio nacer… volvemos a la tierra de uno, nuestro centro de gravedad está aquí donde el “ombligo fue enterrado”,  donde ésta parte de uno llama a la otra parte que se ha alejado: “Resolví no hablarles sino de Jesucristo,  más aún, de Jesucristo Crucificado”. Mi crucificado me ha crucificado porque dejé de ser un “hombre crucificado” al mundo para quien el mundo está, y sigue estando, crucificado. He llegado a mi lugar en silencio, como es mi costumbre, para gozar de la soledad, el silencio, la paz externa, y el recogimiento corporal y espiritual. Mi casa es lugar de recogimiento, retiro y exilio. Mi casa es el vientre materno, es la seguridad que sólo un padre le puede dar a un hijo que ha regresado y está regresando; un padre que recibe a su hijo sin preguntarle nada, sin juzgarlo y condenarlo; un padre que da abrazos y besos a aquel que viene harapiento, descalzo, sucio y cansado. Mi papá y mi Dios me han recibido, curan mis heridas y me levantan del fango para ponerme en alto, a la altura de su corazón.

La historia continua su rumbo, los acontecimientos su desenlace y  lo cotidiano su rutina diaria: las decisiones  con sus consecuencias y los pecados  con su penitencia, pero la vida continua y hay mucho por qué vivir; Dios sigue estando presente en lo cultico, en lo religioso y en lo no sacro. Dios sigue trabajando en el mundo, allá donde los seres humanos se ganan y se rifan la vida. Dios sigue a nuestro lado en silencio. He visto el limonero con sus limones amarillos y verdes, ese árbol, obra de Dios, tan lleno de espinas, tan verde en sus hojas, ese árbol tan bonito, frente a mi ventana, depende de la lluvia que viene de lo alto para alimentarlo y para que dé otras cosechas; ese árbol tan erguido y tan lleno de vida ha dejado caer uno de sus frutos, un limón que ha llegado a mis pies para que lo recoja y lo aproveche, aunque en mi paladar ese fruto bonito sea ácido y amargo. Lo recojo y lo hago mío. Lo amargo y lo ácido es también parte de la vida.

A pesar de todo “el Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para llevar a los pobres la Buena Nueva... Soy un hombre ungido, escogido, consagrado y además enviado a misionar a los y las pobres, donde quiera que se encuentren. San Pablo le recuerda a la comunidad cristiana de Corinto que los escogidos y consagrados somos servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios. Los administradores debemos recuperar la fidelidad y sólo el Señor juzgará nuestro trabajo…

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