Guazapa, San Salvador, El Salvador

Guazapa, San Salvador, El Salvador
Quiero llevarte en mis ojos como la ternura que un hombre lleva en sus mirada. Mirada viajera del tiempo retenido, como pupila siempre nueva, contenida, retenida, desnuda y renovada.

23 de marzo de 2014

Las sobras pueden salvar vidas.

Vivimos en una sociedad tan llena de injusticias que las relaciones asimétricas entre las naciones del mundo, entre los pueblos de la tierra, las sociedades desarrolladas y subdesarrolladas  y, especialmente las relaciones personales entre los individuos se nos hacen “normales”, escandalosamente frías, calculadoras, indiferentes e insolidarias que no nos cuestiona nada, ni nos hace reaccionar para nada. Creemos que ya es voluntad de Dios y que este “Orden”, desordenado, caótico y excluyente lo quiere Dios. Pero no es así, ya que el mismo Dios nos hace caer en la cuenta que todo esto es abominable, es decir, que merece ser condenado y aborrecido, tanto aquí como allá, la compasión es el pasaje de la salvación: “Entonces gritó: «Padre Abraham, ten piedad de mí, y manda a Lázaro que moje en agua la punta de su dedo y me refresque la lengua, porque me atormentan estas llamas.» Abraham le respondió: «Hijo, recuerda que tú recibiste tus bienes durante la vida, mientras que Lázaro recibió males. Ahora él encuentra aquí consuelo y tú, en cambio, tormentos.  Además, mira que hay un abismo tremendo entre ustedes y nosotros, y los que quieran cruzar desde aquí hasta ustedes no podrían hacerlo, ni tampoco lo podrían hacer del lado de ustedes al nuestro.» Lc. 16, 24-26). La piedad se aprende en el sufrimiento. 

¿Cómo se puede ser creyente y actuar en la vida como que si Dios no existiera? Muchos siglos antes de que Jesús diera a conocer esta parábola, el profeta Isaías le critica a Israel, a sus jefes y pueblo la increencia práctica de sus acciones y su religión; el señalamiento es lacerante, lastima, hiere, golpea, y nos hace ver hoy nuestra propia vulnerabilidad: “Escuchen, jefes de Sodoma, que esto es palabra de Yavé; presten atención, pueblo de Gomorra, a las advertencias de nuestro Dios”: Cuando rezan con las manos extendidas, aparto mis ojos para no verlos; aunque multipliquen sus plegarias, no las escucharé, porque veo la sangre en sus manos. ¡Lávense, purifíquense! no me hagan el testigo de sus malas acciones, dejen de hacer el mal y aprendan a hacer el bien. Busquen la justicia, den sus derechos al oprimido, hagan justicia al huérfano y defiendan a la viuda.» (Is. 1, 1. 15-17). El culto que le agrada a Dios son las buenas obras, las acciones nobles y justas, no una religión de normas, rezos y sacrificios de animales.

En apariencia la globalización es incluyente porque ha convertido al planeta en un campo de concentración y a los pueblos en aldeas, pero la realidad da que estamos más excluidos y excluidas que antes, porque se han marcado más el dominio entre los que tienen las riquezas y quienes nos hemos convertido en meros consumidores, autómatas, por orden del consumismo. La globalización nos ha hecho naciones y personas dependientes, necesitadas y poco pensantes. Hemos sido convertidos en plaza o mercado y no en productores. Vivimos de las migajas de las ciencias, el capital y la tecnología. Nuestro corazón ha sido apartado de Dios y nos ha seducido otro ser humano; de ser personas sociales nos hemos convertido en islas en el mar de la soledad. Nuestros oídos ya no escuchan los gritos de la personas que sufre porque los tenemos taponeados con audífonos; nuestra vista está nublada por la cortina del consumo y nuestra boca calla porque la tenemos ocupada con el chicle: O sea, perdón, qué oso, u---bi---ca—te...: “Así habla Yavé: ¡Maldito el hombre que confía en otro hombre, que busca su apoyo en un mortal, y que aparta su corazón de Yavé! Es como mata de cardo en la estepa; no sentirá cuando llegue la lluvia, pues echó sus raíces en lugares ardientes del desierto, en un solar despoblado” (Jr. 17, 5-6).

Al final de la historia, de esta historia nuestra hecha con nuestras decisiones, con nuestras manos, con nuestras opciones, con nuestros aciertos y equivocaciones recogeremos los frutos que merecemos por nuestra conducta o por nuestras acciones. Dios tiene un juicio para las naciones, parecida a la separación que hace el pastor, al final del día, entre cabras y ovejas. A cada cual se le pone en su lugar: “Cuando el Hijo del Hombre venga en su gloria rodeado de todos sus ángeles, se sentará en el trono de Gloria, que es suyo. Todas las naciones serán llevadas a su presencia, y separará a unos de otros, al igual que el pastor separa las ovejas de los chivos. Colocará a las ovejas a su derecha y a los chivos a su izquierda (Mt. 25, 31-33). El texto presenta a Jesús como Hijo de Hombre,  como rey del universo y de todas las naciones, y finalmente como un rey-pastor que separaré a quienes fueron ovejas y a quienes fueron cabros grandes; esos mismos que Jeremías llama cardos en la estepa o árboles frondosos plantados junto al agua. El rey de la gloria juzgará a los países ricos epulones y los pueblos pobres y enfermos como lázaro.

Dios conoce el corazón humano  y es el único capaz de  sondear sus pensamientos y conocer sus sentimientos más profundos, porque no lo convencen ni engañan las apariencias: “Nada más falso y enfermo que el corazón: ¿quién lo entenderá? Yo, el Señor, penetro el corazón, sondeo las entrañas, para dar al hombre según su conducta, según el fruto de sus acciones”. Las migajas que caen de la mesa del rico pudieron salvarle la vida al pobre Lázaro, pero para el epulón, el rico que come mucho y disfruta la comida, que banquetea todos los días, el leproso, el enfermo, el pobre, el ser humano que padece necesidad no existe. El epulón cree en Dios pero no lo ve, no lo descubre en el prójimo que está a la entrada de su casa. El rico no le hace daño a Lázaro, pero tampoco le hace ningún bien, no lo socorre en sus necesidades que son muchas: La enfermedad, la pobreza, el hambre, la vivienda y sobre todo un trato humano. Su pecado es la omisión, la indiferencia, la frialdad, su ceguera. Su pecado es haberle dado la espalda a su hermano. Los dos mueren y los dos reciben según sus obras.

Otro texto que recuerda las migajas de la fe verdadera es el de la mujer cananea; los hijos e hijas de Israel  comen en la mesa del Padre y las migajas que caen de su mesa son la fe verdadera de quienes son excluidos y excluidas de la salvación (Mt.15, 21-28; Mc. 7, 24-30). Hoy también el rico es excluido de la salvación por no haber dado aunque sea las migajas que podían salvar una vida y salvar su vida. El rico en su agonía no quiere que sus iguales pasen por lo mismo y pide que se mande a Lázaro, como mensajero de conversión, pero ni aunque un muerto resucite cambiarán de  su pecado dice Abraham: “Pero si un muerto va a verlos, se arrepentirán. Abrahám le dijo: - Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso ni aunque resucite un muerto” (Lc. 16, 29-31). El rico es bueno pero está esclavizado a la codicia y esto no le permite servir a dos señores (Mt. 6,24). Jesús resucitó a Lázaro y en lugar de lograr la conversión de las autoridades judías, ellas,  legitimaron su muerte (Jn. 11, 1-45). Escuchemos la Palabra de Dios y hagamos lo que ella nos dice, entonces no caeremos en el pecado de la omisión. Las sobras y las obras pueden salvar una vida y la nuestra. En las migajas está la fe verdadera, no en el banquete.

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