Guazapa, San Salvador, El Salvador

Guazapa, San Salvador, El Salvador
Quiero llevarte en mis ojos como la ternura que un hombre lleva en sus mirada. Mirada viajera del tiempo retenido, como pupila siempre nueva, contenida, retenida, desnuda y renovada.

27 de junio de 2012

Ignacio pide a María “Ser puesto con su Hijo”.


La espiritualidad ignaciana conocida hoy como "ignacianidad" es totalmente laica; pero esta afirmación no excluye la dimensión sacerdotal. Jesús al igual que Ignacio fue laico, pero eso no invalida que la Carta a  las y los Hebreos presente a Jesús no sólo como sacerdote, sino como sumo sacerdote y que con él se inicie una nueva concepción del sacerdocio como servicio, no reducido a lo sacro y a lo cultual. Todo jesuita antes de ser sacerdotes es laico como Ignacio pero después pensando en un mejor servicio opta por la vida religiosa y no todos  y todas por el hecho de ser laicos y laicas, hemos sido ignacianos. La ignacianidad como espiritualidad es una opción, un estilo de vida y una práctica evangélica, un modo de ser y proceder.

La espiritualidad en la Compañía  de Jesús, herencia legada por nuestro padre y fundador Ignacio,  es ignaciana. En la ignacianidad el centro no es Ignacio sino Jesucristo. En esta espiritualidad se podrían distinguir dos etapas complementarias: La primera, desde la conversión en la casa fortaleza de Loyola hasta la incipiente formación de la compañía de Jesús  en Paris, con aquellos jóvenes universitarios "amigos en el Señor" que toman votos religiosos en Montmartre. La segunda, como Orden Religiosa al servicio del Papa para la misión. En la Orden Compañía de Jesús se concretiza un modo específico de vivir la ignacianidad, sabiendo y aceptando con humildad, que no es la única opción. Se puede ser ignaciano sin ser jesuita, pero no se puede ser compañero y seguidor de Jesús sin ser ignaciano porque la ignacianidad es el fondo espiritualidad de nuestro modo de proceder.

En la historia ha habido y seguirán habiendo congregaciones o institutos laicos o religiosos que se inspiran en la espiritualidad ignaciana, pero no son jesuíticos, como muchos movimientos laicos no son ignacianos aunque nazcan y se desarrollen en el seno de la Compañía de Jesús. En esa deficiencia hay un fallo. No todos los laicos y laicas que trabajan o colaboran con jesuitas son ignacianos o ignacianas en su modo de proceder, aunque teóricamente se identifiquen con nuestra espiritualidad. La ignacianidad no se da por ósmosis. “Los estudios, los compañeros y la oración apostólica lo llevan a descubrir un nuevo camino espiritual, el de contemplativo en la acción”.

Es evidente que no es lo mismo lo ignaciano y lo jesuítico, eso es obvio, pero tampoco se puede insinuar que lo jesuítico le ha robado a lo ignaciano su matriz laica, en Ignacio no es excluyente su ser laico y después su ser presbítero, son realidades unitarias y complementarias en su persona. Los jesuitas no nos hemos apropiado indebidamente la espiritualidad laica, afirmar esto sin más es crear ruptura en la vida de Ignacio de Loyola y en la vida de los primeros compañeros. Ellos, partiendo de la vivencia de los Ejercicios Espirituales y del discernimiento personal y compartido deciden en las deliberaciones presentarse al Papa, si no es posible viajar a la Tierra del Señor, en el plazo de un año. Ellos se pondrán a disposición del Romano Pontífice, en Roma.

Aunque la ignacianidad es totalmente laica por su génesis, no es menos cierto que si no se hubiera institucionalizado y puesto por escrito estaría como muchas espiritualidades en la iglesia, al libre albedrío. Lo jesuítico y lo ignaciano tampoco son opuestos y excluyentes. Lo jesuítico es un modo de vivir lo ignaciano. San Ignacio,  por opción y por misión se consagró presbítero junto a los primeros compañeros en Venecia.

En Roma nace la Orden Compañía de Jesús. Lo importante de la ignacianidad no es el debate, si es o no laica, para Ignacio y sus diez compañeros lo fundamental es el modo de vivir el seguimiento de Jesús, por eso pide con insistencia ser aceptado en su compañía, hasta que Dios Padre, Dios hijo y Dios Espíritu Santo aceptan al peregrino la petición que hace a la Virgen María en la Capilla de la Storta, camino a Roma.

Esta espiritualidad laica  e ignaciana se pone al servicio de la iglesia (Jerárquica), para el bien de las almas y para la misión, llevar el evangelio, la vida de Jesús, a todas partes del mundo, especialmente a las fronteras no territoriales, sino  a aquellas donde se atenta contra la vida, la existencia y  la dignidad humana. Estos hombres disponibles, y no siempre entre laicos y laicas podemos encontrar esa disponibilidad, no eran laicos, sino sacerdotes con estudios universitarios enviados a las fronteras para hacer la contrarreforma desde y para la Iglesia universal. La Compañía desde su origen es internacional y universal. Fundamental para el Cuerpo Apostólico es la disponibilidad y la obediencia; una vida sencilla y casta.


14 de junio de 2012

Río de guaces: Señal eterna de fecundación, cosecha y recolección.


Hace "gran poco de tiempo" como decimos en El Salvador para recalcar un tiempo largo, un tiempo sin memoria, he venido cargando en silencio y llevado muy escondido, el deseo, la inquietud y la curiosidad de conocer el ave, el halcón de donde se deriva el nombre de mi ciudad: Guazapa.

Como he dicho en otra ocasión Guazapa es una palabra Náhuatl que significa "Río de los guaces".  Hoy  completando mi identidad cultural comprendo muchas cosas de él y de mi mismo: Su hábitat, la montaña del cerro;  su naturaleza cazadora, se mantiene en los árboles más altos y en cielo despejado observando los movimientos;  es ave de  caza, caza para sobrevivir; su canto  es de alegría y victoria; su canto le da su nombre guacooo, guacooo, o halcón reidor, ja, ja, ja, ja. Como en toda cultura milenaria los animales, la fauna, está estrechamente unida a la vida de la población nativa. En algunas mitologías como la egipcia, la mesopotámica, la griega, la romana y la prehispánica en América, el halcón o el águila se han identificado con el poder, el dominio, la fuerza y la sabiduría. Guazapa no es la excepción.

Quiero resaltar en esta ocasión la leyenda  del Guaz, que está unida a su presencia en las montañas del Guazapa. Aunque el Guaz o Guaco se desplaza poco, es señal en el cielo para el inicio o el fin del verano o del invierno. Señal para sembrar la nueva cosecha cuando caen las primeras lluvias y señal para “tapiscar” la cosecha al comenzar el verano. Para la población nativa “el paso de los guaces” era un signo de los tiempos. Esa señal no podía pasar inadvertida dado el bullicio de su paso, surcando invisiblemente las entrañas del cielo. Esta experiencia del “Paso de los guaces” me la compartía mi abuelo Bernardino Merino al que conocí y con quien compartí su sabiduría. Mi abuelo era un genio para la narrativa. Era un especialista en la tradición oral que hoy pongo por escrito. Mi otro abuelo, Aquilino Torres, no lo conocí porque murió cuando yo apenas era semilla, ilusión esperanzada, sueño eterno.

Guazapa es un asentamiento precolombino pipil. Perteneció al Partido de San Salvador, y en la época republicana al distrito homónimo entre 1824 y 1835. Posteriormente pasó al distrito de Suchitoto. Para 1890 apareció como pueblo del distrito de Apopa, y después lo fue de Tonacatepeque. En 1918 obtuvo el título de ciudad. A través de los años ha sido conocido como Gualcapa (1570), San Miguel de Guazapa (1740), y Guazapa (1807). El topónimo Guazapa podría tener varios significados: "Río del halcón reidor", Río de los guaces", "Río que seca", "Peñón de los pitos", "Peña sonora", "Río que pita", o "Río de los pitos".

La sabiduría de nuestros antepasados nacía de la contemplación, la observación, el análisis y la experiencia.  La diversidad de significados que tiene la palabra Guazapa, la enriquecen como fuente inagotable. Mi papá me contaba que en el río hay una gran peña que hace o hacía ruidos raros, la población del lugar la conoce como “La Peña bruja”. Este nombre popular puede ser el sobre nombre de esa “peña sonora” de antaño. Todos los años en la época de verano el río Guazapa casi desaparece, parece un río invisible,  parece un río que se muere; es realmente un “río que se seca”. La sabiduría que recibió mi papá de su papá y mis abuelos de mis bisabuelos es la que hoy les comparto con gusto. Esta cultura sabia que mantenía la comunión entre ser humano, naturaleza y divinidad hay que recuperarla.

Guaz ave señal del cielo, agazapado en la montaña siempre en silencio, quieto por muchas horas, horas de espera para la caza, horas que terminan con alegría, celebración y  carcajada; su canto que parece una risa burlona no se confunde en el corazón del bosque ni en la periferia de la montaña. Con su carcajada nada tímida, pierde  el silencio, el camuflaje, el anonimato; se descubre a sí mismo, se muestra, se da a conocer. Vuelve a la altura, vuelve a la observación, vuelve a la cacería, vuelve a ser el halcón reidor.

6 de junio de 2012

Amar no es un mérito.

¿Qué mérito tiene amar a quienes nos aman? Mateo 5, 38-48.

La primera respuesta superficial sería ninguno. No tiene ningún mérito. Sin embargo esto no es del todo cierto porque amar duele. Si duele amar a quienes nos aman cuando hay separación, duele  mucho más amar a quienes nos odian, nos maldicen, nos difaman, a quien nos golpean, a quienes nos despojan de nuestras pertenencias, etc. La medida de una persona, su estatura está en la capacidad o no de amar. El ser humano por naturaleza necesita amar y sentirse amado.

La invitación de Jesús es más radical de lo que estamos acostumbrados y acostumbradas a dar: Amar a quienes nos aman. Si esto que parece fácil nos cuesta muchas veces,  corresponder al amor que se nos ofrece, amar a aquellos y aquellas que nos ofrecen todo menos amor es mucho más sacrificado y por ende más cristiano. La regla de oro del amor es esta: “Hacer por los y las demás lo que nos gustaría que hicieran por nosotros o nosotras”.

Amar no es un mérito, es una acción de gracias por el amor que hemos recibido de antemano. Si no es un mérito mucho menos debemos esperar que se nos reconozca como mérito, es decir, como una obra buena que hacemos porque somos buenos. La palabra de Dios dice que hasta los pecadores son capaces de amar, de hacer el bien y de dar prestado esperando ser correspondidos. Si esperamos reconocimiento, se cayó todo por la borda porque quien nos bendice con su amor y por el cual nos hace capaces de amar, en medio de nuestras propias limitaciones y fragilidades, es Dios en los y las demás.

¿Mi amor qué le aporta a Dios? Nada. Es como que dijera que mi vida, una gota de agua, le aporta agua al inmenso mar. Como que estuviera convencido de que mi vida, una luz tenue, que dura poco, le da luz a la vida eterna. No. ¿A quien hacemos el bien y no por recompensa, y mucho menos por reconocimiento? Al prójimo o a la prójima, porque amándoles les regeneramos vida, les recreamos la alegría, les confortamos en el perdón. El amor es capaz de transformar a las personas.

Quién dice que ama a Dios y odia a su hermano es una persona mentirosa porque no se puede amar a quien no se ve y odiar a quien comparte nuestra vida, nuestra existencia, nuestro destino, nuestras limitaciones personales y nuestro compromiso cristiano llevado a cuestas.

El mandato es amar, no odiar; es amar perdonando para que se nos perdonen nuestros propios pecados. El mandato es este: “Amen a sus enemigos, hagan el bien y presten sin esperar nada en cambio. Entonces la recompensa de ustedes será grande y serán hijos del Altísimo, porque él es bueno con los desagradecidos y los malos". Dios es bueno. Dios es amor, Dios es compasión y ternura sin límites.

San Juan en su primera carta le dice a su comunidad cristiana: “No podemos decir que amamos a Dios a quien no vemos si no amamos a los hermanos y hermanas a quienes vemos” (1Jn 4,20). El núcleo vital de la experiencia humana y cristiana es el  amor. Ser cristiano o cristiana es ser una persona que ama y que por amor perdona y sirve. Quien ama ha nacido de Dios, conoce y transmite a Dios. 

“Que su caridad no sea una farsa; aborrezcan lo malo y apéguense a lo bueno. Como buenos hermanos, sean cariñosos unos con otros, estimando a los demás más que a uno mismo” dice San Pablo en su carta a la comunidad cristiana en Roma (Rom. 12,9-16b). Como san Agustín: "Dame lo que me pides y pídeme lo que quieras".

Blanco Pointer Torres


Este relato me lo compartió una amiga por el correo electrónico. Tiene mucha enseñanza en varios aspectos: Lo que se vive en la tercera edad, la paciencia de una hija con su padre, el rescatar la vida de un perro y cómo Dios hace los milagros uniendo tantas vidas destruidas en una experiencia de amor. Espero les ayude y puedan sacar sus propias conclusiones para su vida personal. Yo tengo un perrito que le acabo de salvar la vida y es mi amigo inseparable los fines de semana que voy a mi pueblo. Me devuelve la vida y la ilusión. Jugamos hasta hartarnos. Sólo le falta hablarme: Mi perro se llama Blanco y se parece en mucho a uno de los ejemplares sólo que en versión negro con blanco.

¡Casi chocas con ese auto de costado! Me gritó mi padre. "¿Es que no puedes hacer nada bien?"
Esas palabras me dolieron más que un golpe. Volví mi cabeza hacia el anciano sentado en el asiento junto a mí, desafiándome a contestarle. Se me hizo un nudo en la garganta, y aparté los ojos. No estaba preparada por otra pelea.

"Yo vi el auto, papá. Por favor, no me grites cuando manejo."
Mi voz fue medida y firme, que sonaba mucho más calmada de lo que realmente me sentía.

Mi padre me miró furioso, después volvió su cabeza y se mantuvo callado. En casa lo dejé enfrente del televisor y fui afuera para componer mis pensamientos. Había oscuras y pesadas nubes en el cielo, prometiendo una lluvia. Un trueno distante retumbó como si fuera el eco de mi agitación interna. ¿Qué puedo hacer con él?

Mi padre había sido leñador en el estado de Washington y en Oregon. Había disfrutado de vivir al aire libre y le gustaba medir su fuerza contra el poder de la naturaleza. Había entrado en agotadoras competiciones de leñadores, y a menudo ganaba. Los estantes de su casa estaban llenos de trofeos que probaban su habilidad. Pero los años pasaron implacables. La primera vez que no pudo levantar un pesado tronco, hizo una broma sobre eso; pero luego el mismo día lo vi afuera solo, tratando de levantarlo. Se volvió irritable cada vez que alguien le hacía bromas sobre estar envejeciendo, o cuando no podía hacer algo que hacía cuando era joven.

Cuatro días antes de cumplir sesenta y siete años, tuvo un ataque al corazón. Una ambulancia lo llevó al hospital mientras el paramédico le hacía resucitación para mantener la sangre y el oxígeno circulando.

En el hospital, lo llevaron corriendo al cuarto de operaciones. Tuvo suerte, sobrevivió. Pero algo en el interior de papá, murió. El gusto por la vida desapareció. Obstinadamente se negaba a seguir las órdenes del doctor. Las sugerencias y los ofrecimientos de ayuda eran rechazados con sarcasmo e insultos. El número de visitantes disminuyó, y finalmente cesaron. Papá quedó solo.

Mi esposo Dick y yo le pedimos que venga a vivir con nosotros a nuestra pequeña granja. Esperábamos que el aire libre y la atmósfera de granja le ayudaran a ajustar su vida.

Una semana después de venir, ya me arrepentí de la invitación. Nada le parecía satisfactorio. Criticaba todo lo que yo hacía. Me sentí frustrada y deprimida. Pronto me di cuenta que estaba desahogando mi rabia con Dick. Empezamos a discutir y pelear.

Alarmado, Dick buscó al pastor y le explicó la situación. El pastor nos dio citas de consejería para nosotros. Al final de cada sesión, él oraba, pidiendo a Dios que calmara la turbada mente de papá.

Pero los meses pasaban y Dios guardaba silencio. Había que hacer algo y era yo la que lo tenía que hacer.

Al día siguiente me senté con la guía telefónica y llamé a cada una de las clínicas mentales que había en el libro. Expliqué mi problema a cada una de las voces llenas de simpatía que me contestaron. Justo cuando estaba perdiendo la esperanza, una de esas amables voces de repente exclamó, "¡Recién leí algo que podría ayudarla! Déjeme ir a buscar el artículo..."

Escuché mientras ella leía. El artículo describía el sorprendente estudio hecho en una clínica geriátrica. Todos los ancianos pacientes estaban con tratamiento por depresión crónica. En todos ellos sus actitudes mejoraron en forma excepcional cuando se les dio la responsabilidad de cuidar un perro.


Fui a la municipalidad a ver los perros ofrecidos en adopción. Después que llené un formulario, un oficial uniformado me llevó a los corrales de los perros. El olor a los desinfectantes inundó mi nariz cuando entré a las filas de jaulas. Cada una contenía de cinco a siete perros. Los había de pelo largo, enrulado, unos negros y otros con manchas que saltaban, tratando de alcanzarme. Los fui estudiando uno por uno pero los rechacé a todos por distintas razones, demasiado grande, o demasiado chico, o demasiado pelo, etc.

Cuando llegué al último corral, un perro desde la esquina más alejada se paró con dificultad, caminó hacia el frente de la jaula y se sentó. Era un pointer, una de las razas aristócratas del mundo de los perros. Pero éste era una caricatura de la raza.

Los años habían puesto en su cara y hocico un poco de gris. Los huesos de sus caderas sobresalían en triángulos desiguales. Pero fueron sus ojos que atraparon mi atención. Calmados y límpidos, me observaban fijamente.

Apuntando al perro, pregunté, ¿Qué me dice de éste? El oficial miró, y sacudió su cabeza, intrigado. "El es un poco raro. Apareció no se sabe de dónde, y se sentó en el portón del frente. Lo entramos, pensando que quizá alguien viniera a reclamarlo. Eso fue hace dos semanas y nadie ha venido. Su tiempo termina mañana". Hizo un gesto, como que no se puede hacer nada.

Mientras las palabras entraban a mi mente, me volví al hombre con horror... "¿Quiere decir que lo van a matar?"
"Señora", dijo dulcemente, "Es el reglamento. No hay lugar para todos los perros que nadie reclama."

Miré al pointer otra vez. Sus calmados ojos marrones esperaban mi decisión. "Lo tomaré", dije. Y manejé hasta casa con el perro sentado en el asiento delantero a mi lado. Cuando llegué a casa, toqué la bocina dos veces. Lo estaba ayudando a bajar del auto cuando papá apareció en el porche del frente... “¡Mira lo que te traje, papá!” dije entusiasmada.

Papá miró, y puso una cara de disgusto. “Si yo quisiera un perro lo hubiera buscado. Y hubiera elegido uno mejor que esta bolsa de huesos. Quédate con él, yo no lo quiero.” Agitó su brazo despectivamente y empezó a caminar hacia la casa.

El enojo creció dentro de mí. Me apretaba los músculos de la garganta y sentía latidos en las sienes. “¡Es mejor que te acostumbres a él, papá, porque se queda con nosotros!”

Papá me ignoró... “¿Me escuchaste, papá?” Grité. A estas palabras papá se volvió enojado, con sus manos apretadas a sus costados, con sus ojos entornados con odio.

Estábamos parados mirándonos fijamente como duelistas, cuando de repente, el pointer se soltó de mi mano. Fue cojeando despacio hasta mi padre y se sentó frente a él. Entonces muy despacio, cuidadosamente, levantó la pata delantera.

La quijada de mi padre tembló mientras se quedó mirando la pata levantada. La confusión reemplazó la ira de sus ojos. El pointer esperaba pacientemente. De pronto, papá estaba arrodillado, abrazando el animal.

Fue el principio de una cálida e íntima amistad. Papá lo llamó Cheyenne. Juntos, él y Cheyenne exploraron el vecindario. Pasaron largas horas caminando por polvorientos caminos. Iban a las orillas de los rápidos ríos, a pescar sabrosas truchas, pasando largos momentos de reflexión. Incluso comenzaron a ir juntos a la iglesia los domingos, mi padre sentado en un banco y Cheyenne echado silencioso a sus pies.

Papá y Cheyenne fueron inseparables a través de los tres años siguientes. La amargura de mi padre se desvaneció, y él y Cheyenne hicieron muchos amigos.

Entonces, una noche, muy tarde, me extrañó sentir la fría nariz de Cheyenne revolviendo nuestras frazadas. Nunca antes había entrado a nuestro dormitorio en la noche. Desperté a Dick, me puse el salto de cama y corrí al cuarto de mi padre. Papá estaba en su cama, con una faz serena. Pero su espíritu se había ido silenciosamente en algún momento durante la noche.

Dos días más tarde, mi dolor se hizo todavía más profundo cuando descubrí a Cheyenne tendido muerto junto a la cama de papá. Envolví su cuerpo en la alfombra sobre la cual siempre había dormido. Mientras Dick y yo lo enterrábamos cerca de su lugar favorito de pesca, le agradecí silenciosamente por la ayuda que me había dado para devolver a mi padre la paz y tranquilidad.

La mañana de funeral de papá amaneció nublada y sombría. Este día se ve de la misma manera que yo me siento, pensé, mientras caminaba hacia la línea de bancos de la iglesia reservados por familia. Estaba sorprendida de ver la cantidad de amigos que papá y Cheyenne habían hecho, que llenaban la iglesia. El pastor comenzó su elogio del difunto. Fue un tributo para papá y para el perro que había cambiado su vida.

Entonces el pastor citó Hebreos 13:2. “No dejes de dar hospitalidad a forasteros, porque haciéndolo, algunos han recibido ángeles sin saberlo.” “Muchas veces he agradecido a Dios por haberme enviado un ángel,” dijo.

Entonces me di cuenta, y el pasado cayó todo en su lugar, completando un rompecabezas que no había visto antes: aquella amable y simpática voz que me leyó aquel artículo sobre el estudio en la clínica geriátrica. La inesperada aparición de Cheyenne en el lugar de los perros para adopción. Su calmada aceptación y completa devoción a mi padre y la proximidad de sus muertes. Y de repente, comprendí. Me di cuenta que, ciertamente, Dios había contestado mis plegarias en busca de su ayuda.

 La vida es muy corta para hacerse dramas por cosas sin importancia, así que: RIE CON FUERZA, AMA CON SINCERIDAD Y PERDONA RAPIDAMENTE. VIVE MIENTRAS ESTES VIVO. PERDONA AHORA A AQUELLOS QUE TE HACEN LLORAR. QUIEN SABE SI TENDRAS UNA SEGUNDA OPORTUNIDAD.

Blanco Torres.

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