Guazapa, San Salvador, El Salvador

Guazapa, San Salvador, El Salvador
Quiero llevarte en mis ojos como la ternura que un hombre lleva en sus mirada. Mirada viajera del tiempo retenido, como pupila siempre nueva, contenida, retenida, desnuda y renovada.

6 de junio de 2012

Amar no es un mérito.

¿Qué mérito tiene amar a quienes nos aman? Mateo 5, 38-48.

La primera respuesta superficial sería ninguno. No tiene ningún mérito. Sin embargo esto no es del todo cierto porque amar duele. Si duele amar a quienes nos aman cuando hay separación, duele  mucho más amar a quienes nos odian, nos maldicen, nos difaman, a quien nos golpean, a quienes nos despojan de nuestras pertenencias, etc. La medida de una persona, su estatura está en la capacidad o no de amar. El ser humano por naturaleza necesita amar y sentirse amado.

La invitación de Jesús es más radical de lo que estamos acostumbrados y acostumbradas a dar: Amar a quienes nos aman. Si esto que parece fácil nos cuesta muchas veces,  corresponder al amor que se nos ofrece, amar a aquellos y aquellas que nos ofrecen todo menos amor es mucho más sacrificado y por ende más cristiano. La regla de oro del amor es esta: “Hacer por los y las demás lo que nos gustaría que hicieran por nosotros o nosotras”.

Amar no es un mérito, es una acción de gracias por el amor que hemos recibido de antemano. Si no es un mérito mucho menos debemos esperar que se nos reconozca como mérito, es decir, como una obra buena que hacemos porque somos buenos. La palabra de Dios dice que hasta los pecadores son capaces de amar, de hacer el bien y de dar prestado esperando ser correspondidos. Si esperamos reconocimiento, se cayó todo por la borda porque quien nos bendice con su amor y por el cual nos hace capaces de amar, en medio de nuestras propias limitaciones y fragilidades, es Dios en los y las demás.

¿Mi amor qué le aporta a Dios? Nada. Es como que dijera que mi vida, una gota de agua, le aporta agua al inmenso mar. Como que estuviera convencido de que mi vida, una luz tenue, que dura poco, le da luz a la vida eterna. No. ¿A quien hacemos el bien y no por recompensa, y mucho menos por reconocimiento? Al prójimo o a la prójima, porque amándoles les regeneramos vida, les recreamos la alegría, les confortamos en el perdón. El amor es capaz de transformar a las personas.

Quién dice que ama a Dios y odia a su hermano es una persona mentirosa porque no se puede amar a quien no se ve y odiar a quien comparte nuestra vida, nuestra existencia, nuestro destino, nuestras limitaciones personales y nuestro compromiso cristiano llevado a cuestas.

El mandato es amar, no odiar; es amar perdonando para que se nos perdonen nuestros propios pecados. El mandato es este: “Amen a sus enemigos, hagan el bien y presten sin esperar nada en cambio. Entonces la recompensa de ustedes será grande y serán hijos del Altísimo, porque él es bueno con los desagradecidos y los malos". Dios es bueno. Dios es amor, Dios es compasión y ternura sin límites.

San Juan en su primera carta le dice a su comunidad cristiana: “No podemos decir que amamos a Dios a quien no vemos si no amamos a los hermanos y hermanas a quienes vemos” (1Jn 4,20). El núcleo vital de la experiencia humana y cristiana es el  amor. Ser cristiano o cristiana es ser una persona que ama y que por amor perdona y sirve. Quien ama ha nacido de Dios, conoce y transmite a Dios. 

“Que su caridad no sea una farsa; aborrezcan lo malo y apéguense a lo bueno. Como buenos hermanos, sean cariñosos unos con otros, estimando a los demás más que a uno mismo” dice San Pablo en su carta a la comunidad cristiana en Roma (Rom. 12,9-16b). Como san Agustín: "Dame lo que me pides y pídeme lo que quieras".

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