¡Qué suave habla
Dios! Su voz como una brisa mañanera; como una brisa de mar con olor a humedad.
Una brisa que apenas roza nuestra humanidad. ¡Qué suave habla Dios! Desde mi
interior enmohecido, desde mi interior que lucha sin tregua, desde mi interior
que sufre y siente vergüenza. ¡Qué suave habla Dios! Su aliento, su voz, su
palabra sabe a amor. Un comentario, una palabra, una sonrisa, una petición:
“Vamos a pedirle a Dios que no deje de sonreír”. Pídaselo también a María del
Carmen, dije, y ahí comenzó la
revelación, ahí comenzó el diálogo, ahí comenzó la oración y mi necesidad de
ella, de su intercesión: Nuestra Señora del Carmen, el 16 de julio.
A través de esa mujer,
María del Carmen, me acordé de alguien especial que estaba en el olvido. De
niño, como dice el canto, “recuerdo que
siempre junto a mi cama juntaba las manos y de prisa rezaba, más rezaba como
quien amaba”. Rezaba de prisa como se sigue rezando en los rezos a pesar de
los años; en los rezos se reza como que lo van siguiendo a uno o a ver quién
termina más rápido o como que el aire se le va a terminar a uno. Recuerdo ese
día saliendo del Templo, casi al medio día, en la calle, sobre la acera y casi
de despedida, se apresuraba la hora del almuerzo; recuerdo el diálogo con María
del Carmen y su ojos negros brillantes y su sonrisa relajada porque había
expresado su sentir y su pensar: “Vamos a pedirle a Dios que no deje de
sonreír”. Es doloroso experimentar en la vida la ausencia de la sonrisa de Dios
porque está serio y en silencio. No ausente.
Sin querer, esas
palabras habían abierto las cortinas del Templo; sin querer esas palabras
habían abierto las cortinas en el escenario de mi vida, en mi comedia y en mi
tragedia. Las cortinas cerradas se habían abierto nuevamente y en ese ambiente
lúgubre, triste, funesto, melancólico y tétrico, aparecía la luz de Dios, la estrella de Dios,
la columna de mármol, la mujer olvidada que siempre ha estado en la casa familiar;
esa imagen de María del Carmen con su mirada de amor y su brazo sosteniendo al
niño Jesús, que según la imaginería artística está sacando las almas del
purgatorio, por puro amor. Hoy este hombre vuelve a la casa paterna y a la casa
materna como niño para que ese brazo materno lo sostenga o esa mirada
misericordiosa lo saque de su purgatorio, como alma en pena, empapada de dolor
y sudando vergüenza. Ahí está ella como madre en silencio. "Entre la
espesa noche que cubre los caminos, el hombre, ha dejado de ser camino entre los
caminos...." dijo un amigo que no olvidaré.
Recuerdo el
cuadro. El cuadro está en blanco y
negro, es antiguo y ha ido pasando de generación en generación.
Ese cuadro ha adornado muchos altares de novenarios en el pueblo, llenos de
flores y candelas, lleno de súplicas por las personas que ya han muerto,
pidiendo por su descanso eterno y por el perdón de sus pecados, que encuentren
la paz, el camino y que gocen de la presencia de Dios Padre. Ese cuadro ha
caminado con otros pies, ha visitado muchos hogares desconsolados; ella, en el
cuadro, ha intercedido por sus hijos e hijas. Ella ha sido mensajera de paz, fe
y salvación. Ella es el corazón de la casa materna. Pasados los años, aunque no
dudo de su compañía con el triple coloquio “en mi vida consagrada”, “fui creciendo y eché en el olvido mis
oraciones, llegaba a mi casa disgustado y cansado y de hablarte nunca me
acordaba… Mis caminos de ti se alejaban”. "Fue el espejo de otros y
oscuridad para sí mismo"...Continua diciendo el amigo. El sol huye de la
oscuridad, pero la oscuridad tiene su propia energía y su propia claridad. Es
sólo un paso, en medio de la belleza de la oscuridad está Dios agarrándonos con
sus manos y María sacándonos de ella. En mi fe quebrada y mi testimonio hecho
añicos, pedí ayuda, pedí un milagro, pedí luz y se me fue concedida, pero no
siempre los milagros traen paz, alegría y serenidad, aso sí aparece cuando todo
sale a la luz. La luz quema, arde, nos desnuda de esa ropa vieja, sucia y mal
oliente llena de pecado y escándalo. Que entre ustedes, como conviene a
verdaderos cristianos, dice San Pablo, a la comunidad cristiana de Éfeso, “no se hable de fornicación, inmoralidad o
codicia, ni siquiera de indecencias, ni de conversaciones tontas o chistes groseros,
pues son cosas que no están bien. En lugar de eso den gracias a Dios”
En el camino de
la vida y en el camino del cristianismo, si uno no se deja acompañar, se pierde.
Ver hacia adelante no siempre es ir en la dirección correcta. Ver hacia
adelante y detenerse a reflexionar nos ayuda a encontrar la dirección cuando el
horizonte se ha nublado. La dirección que la fe pone en nuestra vida es
sencilla: “Sean buenos y comprensivos, y
perdónense unos a otros, como Dios los perdonó, por medio de Cristo. Imiten,
pues, a Dios como hijos queridos. Vivan amando como Cristo, que nos amó y se
entregó por nosotros, como ofrenda y víctima de fragancia agradable a Dios”
(Ef. 4, 32- ). Dios es justo, no hay duda, pero su justicia no es como la
entendemos los seres humanos, sin aliento de Dios; la justicia de Dios no es
para juzgar y condenar, sino para amar, curar y levantar. L ajusticia de Dios
se llama misericordia y solidaridad, fraternidad e igualdad. Como dice el Papa
Francisco: "La misericordia divina es una gran luz de amor y de ternura,
es la caricia de Dios sobre las heridas de nuestros pecados."
El día amaneció
frío, la frialdad traspasa mi carne lastimada, hela mis huesos débiles y se
posesiona de mis manos vacías y heladas. La misericordia no ha llegado todavía
a esta tierra amada, apenas luz, apenas claridad, apenas esperanza de un día
radiante y cálido; espero en Dios no muy lejos de las tinieblas del error y de
la soledad que me enfrenta cara a cara con mis propias pasiones desordenadas.
Porque en otros tiempos, dice San Pablo, ustedes fueron tinieblas, pero ahora,
unidos al Señor, son luz. Vivan, por tanto, como hijos de la luz. Esa es la
conclusión a la que nos debe llevar el desierto, la distancia, el silencio, el
reconocimiento de los errores, la purificación y corrección de nuestra vida.
Que el Señor nos libere de nuestro encorvamiento (Lc. 13, 10-17)
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