He regresado a
la casa del Padre…Cansado del camino, agobiado, lastimado, reflexivo y con la
mirada en un horizonte incierto, dejando que Dios me acompañe y me diga la
última palabra, mi última oportunidad porque a esta altura de la vida uno se la
juega el cien por ciento. No hay vuelta atrás.
La fe me
envuelve aunque no quiera porque no tengo otras opciones por el momento. La fe
es ponerse en los brazos del padre. He regresado a mi pueblo, a mi ciudad natal,
a mi querida Guazapa. He caminado por la vida y por la tierra anunciando una
Buena Noticia, una buena noticia que fue para mí el principio de mi vocación
cristina, misionera y sacerdotal. He llegado y no he llegado porque mucho de mí
se ha quedado en el camino en cada persona que ha hecho de mi pecho su morada.
Vuelvo como
Jesús a su tierra natal, con la diferencia de que él regresa con un grupo de
amigos y amigas entusiasmados y entusiasmadas por el Maestro. Yo regreso
cansado, necesitado de silencio interior y exterior, sin deseos de volver a
salir y mantener la itinerancia, disponibilidad, obediencia e ilusión; aquella
luz y aquella fuerza que me hacía romper fronteras e inculturar mi vida pasando
esas fronteras.
Como Jesús
regresó a sus aires natales y va a la Sinagoga de Nazaret, donde se había
criado, así regreso hoy a la casa del Padre, al origen del principio, de donde
lo cotidiano me fue arrancado por el llamamiento que Jesús me hizo, siendo muy
joven aún; no es casualidad que el día que regreso a la casa, el texto del día
es el que le ha dado sentido a toda mi vida cristiana. Algo me está diciendo
Dios (Lc. 4,16-30).
El primer día de
la semana y con las manos vacías, la
palabra de Dios me fue dirigida a través del misal diario y decía: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque
me ha ungido para llevar a los pobres la Buena Nueva, para anunciar la
liberación a los cautivos, y la curación a los ciegos, para dar libertad a los
oprimidos y proclamar el año de gracia del Señor”. ¡Qué revés tan inesperado!
Me vuelve a dirigir la misma palabra de hace treinta y siete años, en el mismo
lugar y en el mismo sitio. Yo que anuncié esa buena noticia, ahora soy yo al
que hay que anunciársela y son ellos y ellas, quienes fueron las personas
destinatarias las que hoy me sostienen y consuelan.
El texto es mi
vida recorrida, es mi memoria de juventud,
es la luz de mi consagración, pero para llegar a esto he tenido que
dejarme llevar por el desierto, el lugar del encuentro, del amor y de las
pruebas. En este desierto estoy despojado de todo y hasta de lo mínimo que me
pueda dar seguridad, orgullo y soberbia. Como San Pablo puedo decir a la
comunidad cristiana: “Me presenté ante
ustedes débil y temblando de miedo…” (1Cor. 2, 1-5). La fe mía y de ustedes
depende sólo del poder de Dios y no de
la sabiduría de los seres humanos. Me doy cuenta, una vez más, que Dios es
misericordioso e inquebrantable, no deja que la vara zarandeada por el viento
termine de quebrarse, no deja que la mecha humeante termine de apagarse; él ha
sido misericordioso, cosa que no encuentro entre algunas personas que creen en
Dios. La fe no sólo es un regalo, un don, sino también un salva vidas, una mano
amiga que nos levanta, anima y empuja a continuar. La fe tan pequeña y tan
infinita al mismo tiempo.
Con el tiempo
volvemos a la tierra que nos vio nacer… volvemos a la tierra de uno, nuestro
centro de gravedad está aquí donde el “ombligo fue enterrado”, donde ésta parte de uno llama a la otra parte
que se ha alejado: “Resolví no hablarles
sino de Jesucristo, más aún, de
Jesucristo Crucificado”. Mi crucificado me ha crucificado porque dejé de
ser un “hombre crucificado” al mundo para quien el mundo está, y sigue estando,
crucificado. He llegado a mi lugar en silencio, como es mi costumbre, para
gozar de la soledad, el silencio, la paz externa, y el recogimiento corporal y
espiritual. Mi casa es lugar de recogimiento, retiro y exilio. Mi casa es el
vientre materno, es la seguridad que sólo un padre le puede dar a un hijo que
ha regresado y está regresando; un padre que recibe a su hijo sin preguntarle
nada, sin juzgarlo y condenarlo; un padre que da abrazos y besos a aquel que
viene harapiento, descalzo, sucio y cansado. Mi papá y mi Dios me han recibido,
curan mis heridas y me levantan del fango para ponerme en alto, a la altura de
su corazón.
La historia
continua su rumbo, los acontecimientos su desenlace y lo cotidiano su rutina diaria: las decisiones
con sus consecuencias y los pecados con su penitencia, pero la vida continua y hay
mucho por qué vivir; Dios sigue estando presente en lo cultico, en lo religioso
y en lo no sacro. Dios sigue trabajando en el mundo, allá donde los seres
humanos se ganan y se rifan la vida. Dios sigue a nuestro lado en silencio. He
visto el limonero con sus limones amarillos y verdes, ese árbol, obra de Dios,
tan lleno de espinas, tan verde en sus hojas, ese árbol tan bonito, frente a mi
ventana, depende de la lluvia que viene de lo alto para alimentarlo y para que
dé otras cosechas; ese árbol tan erguido y tan lleno de vida ha dejado caer uno
de sus frutos, un limón que ha llegado a mis pies para que lo recoja y lo
aproveche, aunque en mi paladar ese fruto bonito sea ácido y amargo. Lo recojo
y lo hago mío. Lo amargo y lo ácido es también parte de la vida.
A pesar de todo “el
Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para llevar a los pobres
la Buena Nueva... Soy un hombre ungido, escogido, consagrado y además enviado a
misionar a los y las pobres, donde quiera que se encuentren. San Pablo le
recuerda a la comunidad cristiana de Corinto que los escogidos y consagrados
somos servidores de Cristo y
administradores de los misterios de Dios. Los administradores debemos
recuperar la fidelidad y sólo el Señor juzgará nuestro trabajo…
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