En el ocaso del día primero, el
sol se despidió más o menos temprano. La luna y las estrellas llenaban el cielo
oscuro y lejano. Como anonadados por la grandeza contemplamos el cielo
estrellado y leímos sus anotaciones: El arado, las siete cabritas, el cuero de
venado, los ojos de Santa lucía, la osa mayor, y el valiente Orión. Es sabroso
dormir bajo las sábanas del cielo y en una hamaca silenciosa. El cielo es como
una libreta de anotaciones.
Anocheció y amaneció el día
segundo. El cielo oscuro y estrellado mostraba la grandeza de nuestro Dios. Las
luciérnagas jugaban al escondite, los grillos lloraban en su soledad, y el
viento acariciaba con su frescura la redondez y la desnudez de la tierra. Las
luces se apagaron, pero el sueño se había ido por la vereda, no estaba en
nuestra compañía. Los cielos de verano en el campo son como el día, no hay nada
oculto ni de noche ni de día. La sabiduría de Dios anida en la tierra como los
pájaros anidan a sus crías en los nidos.
La sabiduría de Dios es inmanente:
“Toda sabiduría viene del Señor, y está
con él para siempre. ¿Quién puede contar la arena de los mares, las gotas de la
lluvia y los días de la eternidad? ¿Quién puede medir la altura del cielo, la
extensión de la tierra, el abismo y la sabiduría? Antes que todas las cosas fue
creada la sabiduría y la inteligencia previsora, desde la eternidad. El
manantial de la sabiduría es la palabra de Dios en las alturas, y sus canales
son los mandamientos eternos. ¿A quién fue revelada la raíz de la sabiduría y
quién conoció sus secretos designios? ¿A quién se le manifestó la ciencia de la
sabiduría y quién comprendió la diversidad de sus caminos? Sólo uno es sabio,
temible en extremo: el Señor, que está sentado en su trono. El mismo la creó,
la vio y la midió, y la derramó sobre todas sus obras: la dio a todos los seres
humanos, según su generosidad, y la infundió abundantemente en aquellos que lo
aman” (Eclesiástico 1, 1-10).
La oscuridad le había dado paso a
la luz; la noche al día, las estrellas junto a la luna habían abandonado el
espacio para que el sol hiciera su recorrido sin obstáculos y contratiempos. En
la cocina de la casa ya había fuego, olor a humo, olor a madera quemada. El
café negro, humeante y dulce parecía apaciguado en una taza, sobre la mesa y la
voz que siempre invita a acercarnos: Vengan a tomar café. ¡Qué bonito el
morenito que nos despierta con su aroma y nos da energía todo el día!
Bajábamos de la comunidad a prisa
pero sin imprudencias, tenemos todo el día para llegar a nuestro destino. Hacía
varias horas se había despertado el silencio. La paz de la noche era un
recuerdo, con el sol todo era movimiento. Señor Dios en el día, tu luz ilumina
nuestros pasos. La luz alta, lámpara del cielo, lo descubre todo, lo ilumina
todo: “Entonces los ojos de los ciegos se
despegarán, y los oídos de los sordos se abrirán, los cojos saltarán como cabritos y la lengua
de los mudos gritará de alegría. Porque en el desierto brotarán chorros de
agua, que correrán como ríos por la superficie. La tierra ardiente se convertirá en una
laguna, y el suelo sediento se llenará de vertientes (Is. 35, 5-7a).
Tu amor ha salido a nuestro
encuentro y ahora somos nosotros y nosotras quienes venimos a buscarte Señor en
este páramo, convertido en jardín. En este monte, lugar de nuestro encuentro: “Que se alegren el desierto y la tierra
seca, que con flores se alegre la pradera. Que se llene de flores como
junquillos, que salte y cante de contenta, pues le han regalado el esplendor
del Líbano y el brillo del Carmelo y del Sarón. Ellos a su vez verán el
esplendor de Yavé, todo el brillo de nuestro Dios. Robustezcan las manos
débiles y afirmen las rodillas que se doblan” (Is. 35, 1-3). El calor siempre es asfixiante y el aire
caliente entorpece la respiración y hasta el sudor refresca las piedras que lo
evaporaban.
En ese ambiente con olor a
verano, con olor a resequedad, a hojas secas y tostadas, en ese ambiente que
transpira verano, su presencia siempre estaba ahí, silenciosa, animando, dándonos
fuerza; ese ambiente que dura seis meses sin tregua, ese ambiente que sólo se
debilita a la orilla de los ríos con la sombra del imponente y siempre verde Almendro
macho; bajábamos llenos y llenas de alegría sin parar de hablar y sin parar de
caminar. La plática se escuchaba desde lejos, era la señal del movimiento
oculto en los barrancos. No se puede ir en silencio cuando se lleva un mensaje
en el corazón. El camino de bajada siempre se hace más corto. Del Filo
serpentea la vereda hacía el río. La otra casa al otro lado nos espera en la
ribera del río.
Volvimos a la ciudad, por el
camino polvoso del regreso, pero todo nuestro ser venía iluminado por las luciérnagas
del campo: Pequeñas, solas, aisladas, que se reúnen por las noches para compartir
su luz, esa luz que se alimenta de la luz del evangelio, porque cada día a cada día, y toda noche a toda noche le
comparte la Buena Nueva con alegría. Las luciérnagas y los grillos nos evangelizaron con sus vidas y sus cantos: “la
palabra del Señor es pura, permanece para siempre; los juicios del Señor son la
verdad, enteramente justos. Son más atrayentes que el oro, que el oro más fino;
más dulces que la miel, más que el jugo del panal. También a mí me instruyen:
observarlos es muy provechoso. Pero ¿Quién advierte sus propios errores?
Purifícame de las faltas ocultas. Presérvame, además, del orgullo, para que no
me domine; entonces seré irreprochable y me veré libre de ese gran pecado.
¡Ojalá sean de tu agrado las palabras de mi boca, y lleguen hasta ti mis
pensamientos, Señor, mi Roca y mi redentor!” Leer Sal. 19.
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