La paz, el respeto y la
tolerancia cubrían todo el país. Amaneció y atardeció el día dos de febrero, la
luz formaba una estrella en el horizonte de todos aquellos y aquellas que
esperamos la continuidad del cambio. Esperamos ver realizado aquello por lo que
tanto hemos luchado y esperado, que el reinado de Dios, su proyecto se aúne con
el nuestro: Una sociedad de hombres y mujeres libres alejadas del temor y el
engaño, que toman sus decisiones sin que se les compre sus voluntades. Una
sociedad de equidad y no de exclusión. Una sociedad donde nos veamos a los ojos
como hermanos y hermanas y no como adversarios ni enemigos. Una sociedad donde
el pan sea para todos y todas, que baje de los banquetes al suelo; una sociedad
con salarios justos y con igualdad de oportunidades. Una sociedad donde el
discurso busque la reconciliación, la unidad, el respeto, la tolerancia, la paz
y la justicia; una sociedad donde la democracia se siga consolidando: “El pueblo que caminaba en la noche divisó
una luz grande; habitaban el oscuro país de la muerte, pero fueron iluminados.
Tú los has bendecido y multiplicado, los has colmado de alegría. Es una fiesta
ante ti como en un día de siega, es la alegría de los que reparten el botín.
Pues el yugo que soportaban y la vara sobre sus espaldas, el látigo de su
capataz, tú los quiebras como en el día de Madián. Los zapatos que hacían
retumbar la tierra y los mantos manchados de sangre van a ser quemados: el
fuego los devorará” (Is. 9,1-4)
Por muchas décadas el país y el
pueblo caminó en la oscuridad de los feudos, en las veredas de los cafetales,
algodonales y cañales; habitábamos en el país de la oscuridad y de los
escuadrones de la muerte, de la desnutrición, la ignorancia y el olvido.
Ignominia nunca más; nos has liberado del yugo oligárquico, del reclutamiento forzoso,
del sometimiento de los capataces en las fincas; las botas lustradas de los
militares y sus dictaduras hacían retumbar toda la tierra de América Latina;
los muros fueron nuestras pizarras y nuestras voces; la tierra y los mantos de
sus banquetes manchados de sangre inocente y trabajadora fueron quemados. Las manifestaciones
y la toma de las iglesias quebraban el silencio de su hipocresía cristiana. El
fuego de tu justicia y el fuego redimido de nuestra dignidad, abrieron las
puertas de la libertad y la democracia a fuerza de martillos y yunques.
Dios nos ha invitado, desde
siempre, “a toda la humanidad a asumir como propio el proyecto del Reino, de
retarle, en libertad y sinceridad, a una manera nueva ser hombre y mujer, de
ser creación y sociedad”, Isaías también tiene sueños, tiene utopías, como ser
humano aspira a “Un Más” de la realidad, Dios ve y escucha la realidad de su
pueblo y nos da una misión a aquellos y aquellas que sin dejar de ser pueblo
tenemos la responsabilidad de conducirlo a un Proyecto de Nación: “En el momento oportuno te atendí, al día de
la salvación, te socorrí. Quise que fueras la alianza del pueblo, que
reconstruyeras el país, y entregaras a sus dueños las propiedades destruidas. Dirás
a los prisioneros: « ¡Salgan!», a los que están en la oscuridad: «Salgan a la
luz.» A lo largo del camino pastarán y no les faltará el pasto ni en los cerros
pelados. No padecerán hambre ni sed, y no estarán expuestos al viento quemante
ni al sol; pues el que se compadece de ellos los guiará y los llevará hasta
donde están las vertientes de agua. Haré caminos a través de las montañas y
pavimentaré los senderos… Y ahora
vuelven del país lejano, otros del norte y del oeste, aquéllos del sur de
Egipto. Cuando tu madre te olvide
¡Cielos, griten de alegría! ¡Tierra, alégrate! Cerros, salten y canten
de gozo porque Yavé ha consolado a su pueblo y se ha compadecido de los afligidos
(Is. 49, 8-13). Dios nos cubrió con sus mantos, unos de tierra, otros de
noche; unos de clandestinaje, otros de silencio combativo. Dios amó a sus hijos
e hijas e hizo menos inhumana la
matanza, forzando con su aliento la paz y los acuerdos.
Las utopías no sólo se piensan
como en el pasado, sino que se hacen, se siembran, se construyen, de arman y se
defienden cuando se actúa y se opta por conciencia cristiana, social y
política. La utopía no es un manto inmaculado, es decir, sin manchas, que el
viento ondea y extiende como bandera en un espacio sin fronteras, sino que es ese
mismo manto, al que hay que quitarle las manchas de la muerte y de la
violencia, de la inseguridad y el hambre, que cubra toda la tierra liberada del
mal y bendecida por el amor: “Yo, Yavé,
te he llamado para cumplir mi justicia, te he formado y tomado de la mano, te
he destinado para que unas a mi pueblo y seas luz para todas las naciones. Para
abrir los ojos a los ciegos, para sacar a los presos de la cárcel, y del
calabozo a los que yacen en la oscuridad” (Is. 42, 6-7). Como cristianos y
cristianas, en esta ardua tarea y en esta coyuntura específica que nos toca
vivir, debemos luchar por la justicia, la unidad, la transparencia, la
concientización, la libertad y la lucha contra el mal y la corrupción.
Quizá las personas de
generaciones pasadas le aportamos a las presentes y venideras las utopías, pero
ellas, las de hoy, nos aportan su fuerza, su dinamismo y sus ilusiones: Los
tiempos han cambiado, lo que no cambia es la acción de Dios a favor de su
pueblo. De ese pequeño resto que tiene una fe sencilla, profunda y cimentada
sobre roca nace el futuro: «Hacía mucho
tiempo que estaba en silencio, me callaba y aguantaba. Como mujer que da a luz
me quejaba, me ahogaba y respiraba entrecortado. Ahora voy a talar los montes y
los cerros, a secar toda la vegetación; convertiré los ríos en pantanos y
secaré las lagunas. Haré andar a los ciegos por el camino desconocido y los
guiaré por los senderos. Cambiaré ante ellos las tinieblas en luz y los caminos
de piedras en pistas pavimentadas. Todo esto es lo que voy a hacer, y lo haré
sin falta.» (Is. 42, 14-16)
Seguimos haciendo la historia con
nuestras decisiones libres y conscientes. La libertad se tiñe de rojo y la paz
sigue vestida de blanco. Gracias Señor por esta gran fiesta nacional a la que
hemos sido convidados todos y todas. La paz, el respeto y la tolerancia cubrían
todo el país: “Es poco que seas mi siervo
sólo para restablecer a las tribus de
Jacob y reunir a los sobrevivientes de Israel; te voy a convertir en luz de la
naciones, para que mi salvación llegue hasta los últimos rincones de la tierra”
(Is. 49, 6). “Ser pre-cursor de Jesús” hoy no puede entenderse sino como
precursor del Reino, de la Utopía de Jesús. Jesús no necesita que alguien vaya
delante anunciándole a él, porque él mismo nunca se anunció a sí mismo. Él vino
para hacernos mirar hacia el Reino, no hacia él”. Miremos hacia adelante, no
hacia atrás. Miremos hacia el frente, no hacia el retroceso.
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