Nuestra mirada siempre está
dirigida al cielo desde la tierra. Cuando el ser humano deja de mirar al cielo,
pierde su horizonte y sus aspiraciones. Deja de contemplar la grandeza de Dios
y cuando abaja su mirada, sólo ve tierra, su origen, y abismos, su destino sin
Dios.
Para el salmista, “el
temor del Señor es un diamante,
que dura para siempre; los juicios del Señor son verdad, y todos por igual se
verifican. Son más preciosos que el oro, valen más que montones de oro fino;
más que la miel es su dulzura, más que las gotas del panal. También son luz
para tu siervo, guardarlos es para mí una riqueza. Pero, ¿quién repara en sus
deslices? Límpiame de los que se me escapan. Guarda a tu siervo también de la
soberbia, que nunca me domine. Así seré perfecto y limpio de pecados
graves. ¡Ojalá te gusten las palabras de mi boca, esta meditación a solas ante
ti, oh Señor, mi Roca y Redentor! (Sal 18,10-15).
Desde niño me enseñaron a mirar
al cielo y pude contemplar los cielos estrellados de verano, noches claras como
el día; pude contemplar los amaneceres nublosos e iluminados de invierno y
aprendí a extender mis manos al cielo para rezar: “Luna deme pan, si no tenés anda al volcán”. Pero la luna tan llena
e iluminada sólo era mensajera de alguien distinto a ella y a mí; mi Padre era
Dios: Hoy puedo confesar: “los cielos
cuentan la gloria del Señor, proclama el firmamento la obra de sus manos. Un
día al siguiente le pasa el mensaje y una noche a la otra se lo hace saber. No hay discursos ni palabras ni voces que
se escuchen, más por todo el orbe se capta su ritmo, y el mensaje llega
hasta el fin del mundo (Sal. 18, 1-5).
Aprendí quién era Dios
contemplando la obra de sus manos y conocí a Jesús de Nazaret escuchando su
Palabra, porque él es la Palabra de Dios hecho ser humano. Dios se ha hecho ser
humano por mí, quiere que lo ame desde lo que soy. Dios es asombroso y Jesús es
admirable por su humanidad. El ser humano está llamado a traslucir a Dios en
Jesús.
Dos cosas quiero pedir al Señor
como lo expresa el Salmo 100: “Dame, Señor, tu bondad y tu Justicia”. Así como
una criatura extiende su mano a su padre o a su madre para pedirle lo que
necesita: Amor, seguridad, confianza, alimento; también los cristianos y
cristianas debemos extenderle la mano a Dios, para pedirle a Yahvéh, lo que
tanto necesitamos para humanizar más nuestras relaciones interpersonales,
nuestras relaciones sociales, nuestras relaciones económicas y políticas: Bondad y justicia, valores y actitudes
casi extintas de nuestro quehacer y de nuestro credo religioso.
El salmista desea cantar la
bondad y la justicia como se canta un canto de alabanza a aquel que es nuestra
razón de ser; la bondad y la justicia no sólo son un canto de la creatura, sino
la música que llega al cielo. Música agradable a los oídos de Dios. La bondad y
la justicia son el camino perfecto de una religión que busca alabar, bendecir,
hacer reverencia y servir a Dios como Señor de todos los pueblos y de todos los
seres humanos. Si las religiones son caminos, opciones posibles hacia Dios, la
bondad y la justicia es lo que les da consistencia, es decir, les da a las
religiones “propiedad de lo que es duradero, estable y sólido”.
La bondad y la justicia nos hacen
tener una recta conciencia y nos separan de asuntos indignos y acciones
criminales: “Dame, Señor, tu bondad y tu
Justicia”. Por bondad y justicia he de callar al que difama a su prójimo o
prójima. La integridad de la persona es sagrada y se debe defender como un
valor moral que nos hace ser verdaderas personas creyentes. Quien difama es
cobarde porque usa el anonimato para decir en lo oculto, en lo oscuro, lo que
debería decir “cara a cara”, en pleno día, a la persona afectada. Decir las
cosas cara a cara es también justicia y bondad.
Dios en su bondad nos hizo
personas bondadosas, personas con calidad de buenas, con tendencia hacia lo
bueno. En la obra de Dios no hay maldad: “En
el principio, cuando Dios creó los cielos y la tierra, todo era confusión y no
había nada en la tierra. Las tinieblas cubrían los abismos mientras el espíritu
de Dios aleteaba sobre la superficie de las aguas” (Gen. 1, 1-2). Cuando
todo comenzó, allá en el principio, cuando no existía nada porque nada había,
sino sólo La Nada, que es la no
existencia, el vacío y el caos; Dios crea lo más alto de la creación y lo
más hermoso de ella: El cielo y la tierra. La nada quiere hacer desaparecer a
Dios, porque “la nada es la inexistencia,
la ausencia absoluta de cualquier ser o cosa”.
Entre el cielo y la tierra todo
es posible. “Entre la cielo y el tierra”
se da una relación de amor y brota la vida. “La cielo se viste de gala con su
vestido de noche y brillos de estrellas; abraza al tierra que reposa y
descansa; el tierra la hace suya. Este
amor fértil, este amor apasionado que hace al hombre ver estrellas y a la mujer
la hace dormir abrazada y enamorada en la tierra, es el principio de la
creación de Dios.
Al principio existía lo que
existía pero no era el principio creador, porque el principio creador aleteaba
sobre la superficie del caos, del desorden, de la no existencia. La confusión
no puede ser el principio; la nada no puede ser el principio; las tinieblas no pueden ser el principio; los
abismos no pueden tampoco serlo, sino el Espíritu de Dios que aletea sobre la
calma del mar dormido, de las aguas fecundas de muerte y vida, de los
amaneceres pintados de luz, al comienzo de un nuevo día.
Cuando no existía nada de lo que
hoy existe, dice el hagiógrafo bíblico, todo era confusión, no había nada, las
tinieblas cubrían los abismos mientras el Espíritu de Dios aletea sobre las
aguas. El Dios libre que por amor hace personas libres aletea con su espíritu,
con su aliento al “Gigante dormido” para que aire, tierra y agua se unan al
proyecto de la bondad y la justicia en un ser humano que extiende su mano
pidiendo siempre al Padre bondad y justicia.
Confieso desde la grandeza de
este Dios creador y desde mi ser criatura creada que un corazón bondadoso y
justo reconoce: “Del Señor es la tierra y
lo que contiene, el mundo y todos sus habitantes; pues él la edificó sobre los
mares, y la puso más arriba que las aguas. ¿Quién subirá a la montaña del
Señor? ¿Quién estará de pie en su santo recinto? El de manos limpias y de puro
corazón, el que no pone su alma en cosas vanas ni jura con engaño. Ese obtendrá
la bendición del Señor y la aprobación de Dios, su salvador” (Sal.24, 1-5).
Terminemos este texto citando a
San Agustín, un hombre que se convirtió al cristianismo, que hizo cambios
radicales en su vida y entró en un proceso de conversión y de búsqueda
incansable de la verdad: “Interroga a la belleza de la tierra, del mar, del
aire amplio y difuso. Interroga a la belleza del cielo…, interroga todas estas
realidades. Todas te responderán: ¡Míranos: Somos bellos! Su belleza es como un
himno de alabanza. Estas criaturas tan bellas, si bien son mutables, ¿quién la
ha creado, sino la Belleza inmutable?” Dice el Papa Benedicto XVI: “Pienso que
debemos recuperar y hacer recuperar al hombre de hoy la capacidad de contemplar
la creación, su belleza, su estructura”.
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