Guazapa, San Salvador, El Salvador

Guazapa, San Salvador, El Salvador
Quiero llevarte en mis ojos como la ternura que un hombre lleva en sus mirada. Mirada viajera del tiempo retenido, como pupila siempre nueva, contenida, retenida, desnuda y renovada.

14 de marzo de 2013

Grande… Rutilio Grande (Ap. 5, 1-14).


Hoy es doce de marzo. Hoy, hace treinta y seis años fue asesinado el P. Rutilio Grande, sacerdote jesuita salvadoreño,  junto a un niño y un anciano que lo acompañaban a una misa rural, camino al municipio de El Paisnal, ubicado en  la parte norte del departamento de San Salvador, El Salvador. Era el año de 1977. Marzo sangriento. Marzo, dicen que se deriva del latín  martivs, y este de Mars, nombre latino de Marte, dios romano de la guerra. La guerra empezaba a aparecer en el horizonte de la desigualdad y la injusticia social. La lucha de clases comenzaba su combate. Hoy como ayer el sol abrazador de marzo sigue siendo el mismo de hace treinta y seis años. Al ver todo de nuevo, recordaba el pasado desde este presente con cincuenta y dos años vividos:

“Yo lloraba mucho al ver que nadie había sido hallado digno de abrir el libro ni de leerlo. Entonces uno de los ancianos me dijo: «No llores más; acaba de triunfar el león de la tribu de Judá, el brote de David; él abrirá el libro y sus siete sellos.» Entonces vi esto: entre el trono con sus cuatro Seres Vivientes y los veinticuatro ancianos un Cordero estaba de pie, a pesar de haber sido sacrificado. Tenía siete cuernos y siete ojos, que son los siete espíritus de Dios enviados a toda la tierra. El Cordero se adelantó y tomó el libro de la mano derecha del que está sentado en el trono. Cuando lo tomó, los cuatro Seres Vivientes se postraron ante el Cordero. Lo mismo hicieron los veinticuatro ancianos que tenían en sus manos arpas y copas de oro llenas de perfumes, que son las oraciones de los santos (Ap. 5, 4-8).

Pero el tiempo sigue impertérrito… es decir, que no se asusta ni se altera con nada. Hoy el día amaneció nublado, entristecido. Estamos en pleno verano, no hay señal de lluvia o de oscuridad por la lluvia cercana. No hay razón climática para estar entristecido. El día está nublado, casi de luto, por las quemas irresponsables en el campo dormido. El aire huele a humo, huele a resequedad, huele a verano, huele a irresponsabilidad de los piromaníacos. El día está seco, reseco y extremadamente seco. El luto del día vuela en el viento  en pedacitos imperceptibles  de hojas de caña quemada. El día está asfixiante y deshidratante.

El sol de marzo no conoce la misericordia, sus abrazos queman, su amor convierte los poros de la piel en volcanes de agua inagotable y la bocana en desierto. La brisa de marzo es caliente y sin sosiego. “Venimos a recoger su testimonio”, dijo el sacerdote que presidía la eucaristía en aquel desierto de arena, aquel desierto de muerte, nada mejor dicho que esto, porque la sangre de los  y las mártires es semilla, caída en tierra, para una nueva cosecha. La Iglesia hecha pueblo, la iglesia de la vicaría “Rutilio Grande “seguía las huellas de Jesús de Nazaret en Aguilares rumbo al Paisnal, las mismas huellas que Rutilio, Nelson y Manuel seguían camino, después de su martirio, al cielo. La tierra había sido surcada, en sus arrugas habían surgido los nuevos retoños de caña, el valle estaba verde, se veía incipiente la nueva cosecha, se veía inocua. El suelo olía a estierco y a orines de ganado, a campo pisoteado. El campo olía a campo, olía a campesinos y campesinas, olía a extranjeros y extranjeras solidarias, olía a Medios de Comunicación que censuran la verdad, olía a iglesia martirial.Todo era memoria, todo seguía siendo vida con rocío de esperanza.

“Dar la vida por un muerto” es una locura, es algo inusual, sin embargo los mártires y los cristianos y cristianas “no damos la vida diariamente por un muerto”, sino por alguien que vive, que está presente en la comunidad, en la escritura, en la eucaristía, en la memoria (Lc. 24, 13-35), porque ellos y ellas, nuestros mártires, sólo mueren si se les olvida. Jesús en la cena de despedida, en el banquete de pascua, en la cena con sus amigos y amigas les dejó este encargo: “Hagan esto en memoria mía” (Lc. 22, 1-20; Jn. 13, 1-20). En este desierto de esperanza, en este desierto de desolación, en este desierto de tentaciones escuchemos la voz de Jesús: “…El que tenga sed, que venga a mí; el que cree en mí, que beba. Como dice la escritura: “De sus entrañas manarán torrentes de agua viva. Decía esto refiriéndose al Espíritu que iban a recibir los que creyeran en él” (Jn. 7, 37-ss). El bautismo es sumersión en la vida de Jesús, es sumergirnos en el agua y en su espíritu, es sumergirnos en su sangre.

“Después vi un cielo nuevo y una tierra nueva, pues el primer cielo y la primera tierra habían desaparecido y el mar no existe ya. Y vi a la Ciudad Santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del cielo, de junto a Dios, engalanada como una novia que se adorna para recibir a su esposo. Y oí una voz que clamaba desde el trono: «Esta es la morada de Dios con los hombres; él habitará en medio de ellos; ellos serán su pueblo y él será Dios-con-ellos;  él enjugará las lágrimas de sus ojos. Ya no habrá muerte ni lamento, ni llanto ni pena, pues todo lo anterior ha pasado.» Y el que estaba sentado en el trono dijo: «Ahora todo lo hago nuevo». Luego me dijo: «Escribe, que estas palabras son ciertas y verdaderas.» Y añadió: «Ya está hecho. Yo soy el Alfa y la Omega, el Principio y el Fin. Al que tenga sed yo le daré de beber gratuitamente del manantial del agua de la vida. Esa será la herencia del vencedor: yo seré Dios para él y él será hijo para mí” (Ap.21, 1-7).

13 de marzo de 2013

Elige la vida y vivirás.


El árbol echa raíces en la tierra que lo sostiene, que lo ve nacer; en apariencia no importa el tipo de tierra que lo alimenta pero es “pura apariencia,” porque no existe árbol sin raíz. En mi vida he visto árboles de todo tipo, he visto frondosos, torcidos, con follaje, con flores, llenos de hojas y frutos, todos son bonitos y admirables pero los que más me han impresionado son los que nacen en las laderas y en los barrancos y cómo se aferran a la vida. Hay árboles que me han dado compasión al verlos invadidos, poseídos y opacados por el “matapalo”, y ese no es árbol de naturaleza, sino parásito que puede llegar a ser árbol.

“El matapalo”  es aquel que vive sin raíz en la tierra que lo alimente, vive de otros árboles sin mayor esfuerzo, es realidad de apariencia, se alimenta de lo ajeno hasta que lo seca. El “matapalo” roba vida, espacio, apariencia, siempre está verde, pero sus raíces están enraizadas en las venas de otro viviente.  El “matapalo tiene vida larga mientras viva quien lo alimenta. Como personas creyentes estamos en la disposición de ser árboles frondosos o ser “Matapalos”: Mira que te he ofrecido en este día el bien y la vida, por una parte, y por la otra, el mal y la muerte. Lo que hoy te mando es que tú ames a Yavé, tu Dios, y sigas sus caminos” (Dt. 30, 15).

Seguir los mandatos de Dios es optar por la vida, es seguir el camino de la vida: Yavé Dios hizo brotar del suelo toda clase de árboles, agradables a la vista y buenos para comer. El árbol de la Vida estaba en el jardín, como también el árbol de la Ciencia del bien y del mal (Gn. 2, 9 ). La persona justa es como un árbol al lado del torrente, el torrente es Dios que nos alimenta y nos hace ser lo que somos y ofrecemos. El agua, es signo de vida y bendición, el agua recrea la vida: En las márgenes del torrente, desde principio a fin, crecerán toda clase de árboles frutales; su follaje no se secará, tendrán frutas en cualquier estación: Producirán todos los meses gracias a esa agua que viene del santuario. La gente se alimentará con sus frutas y sus hojas les servirán de remedio (Ez. 47, 12).

La naturaleza de nuestro ser la definimos con nuestras opciones, con nuestras decisiones diarias y con nuestras acciones. Sabemos que existe la vida y la muerte, la justicia y la injusticia, el amor y el desamor, la gracia y el pecado, la fe y el temor, el bien y el mal, la bendición y la maldición, la sabiduría y la necedad etc. Siempre está frente a nosotros y nosotras la experiencia de la elección. No se elige entre el bien o el mal, sino entre cosas u opciones buenas: Que los cielos y la tierra escuchen y recuerden lo que acabo de decir; te puse delante la vida o la muerte, la bendición o la maldición. Escoge, pues, la vida para que vivas tú y tu descendencia” (Dt. 30,19).

La naturaleza nos da grandes lecciones, aprendamos de ella. Hay árboles que no tuvieron la dicha, la gracia, o la suerte de nacer en terreno llano y fértil, nacieron donde cayó la semilla llevada por el viento. Algunos nacieron entre piedras, a la orilla de los barrancos, pero por amor a la vida se agarran tan fuerte de las piedras que casi se hacen de una misma naturaleza. Estos árboles luchadores son los que admiro y son los que contemplo en la costa pacífica salvadoreña. Tierra árida, víctima de incendios forestales, terrenos pedregosos y grises, terrenos que en su miseria se convierte en riqueza para los y las desheredadas de la tierra. El amor a la tierra se parece mucho al amor que se le tiene a la madre. Tener tierra, un pedacito de tierra, en El Salvador es tener suerte, es tener la bendición de Dios, es arraigarnos a ese suelo que nos da un sitio en la geografía, en la historia, en la promesa de Dios (Dt. 4, 1. 5-9). Dios promete vida, descendencia, tierra y nuevas cosechas, si escuchamos y practicamos los mandatos que él nos enseña.

“El árbol se conoce por sus frutos”: “Dichosa la persona que no se deja llevar por las apariencias,  por mundanos criterios, sino por lo que hay en el corazón humano,  se goza en cumplir los mandatos del Señor”. La persona que tiene a Dios como manantial que lo alimenta y nutre  es como  “un árbol plantado al borde de las aguas, que produce fruto a su debido tiempo, y cuyas hojas nunca se marchitan: todo lo que haga le saldrá bien” (Sal. 1, 3). La persona que se aleja de su creador, de su Señor y Dios es como “paja barrida por el viento”. A la persona mala, sus caminos acaban por perderla: “porque el Señor cuida el camino de los justos, pero el camino de los malvados termina mal” (Sal. 1, 6).

“A quien buen árbol se arrima, buena sombra lo cobija”.  La semilla de mostaza es pequeña, pero no insignificante (Mt. 13, 31; Mc. 4, 30; Lc. 13, 19). Ser pequeño es ser humilde y sencillos, en cambio ser insignificante es ser un escaño anterior a la no existencia, a la marginación y la exclusión. A veces en la vida diaria, en nuestra relación con las demás personas confundimos lo pequeño con lo insignificante. Como personas nunca somos insignificantes, Jesús no comparte este “mundano criterio”. La persona más pequeña entre nosotros y nosotras es la más grande en el Reino de los cielos; y quien quiera ser el más importante que se haga el servidor de todos y todas.

La grandeza del ser humano no está en su estatura, en su saber, en sus recursos económicos, sino en ser lo que es, en definir lo que es y, la persona se define por sus frutos, por sus obras, por sus acciones. “Lo que tenemos que hacer es respetarnos siempre, y buscar siempre unidos y unidas  al Dios que nos supera a todos y todas” (Lc. 9, 22-25). El Señor hace sabia a la persona sencilla, la persona sencilla es como árbol frondoso que crece bajo el amparo del altísimo; la persona orgullosa y soberbia es como cactus del desierto, que vive de sus resequedades.

“Así habla Yavé: ¡Maldito el hombre que confía en otro hombre, que busca su apoyo en un mortal, y que aparta su corazón de Yavé! Es como mata de cardo en la estepa; no sentirá cuando llegue la lluvia, pues echó sus raíces en lugares ardientes del desierto, en un solar despoblado. ¡Bendito el que confía en Yavé, y que en él pone su esperanza! Se asemeja a un árbol plantado a la orilla del agua, y que alarga sus raíces hacia la corriente: no tiene miedo de que llegue el calor, su follaje se mantendrá verde; en año de sequía no se inquieta, ni deja de producir sus frutos. El corazón es lo más complejo, y es perverso: ¿quién puede conocerlo?” (Jr. 17, 5-9).

5 de marzo de 2013

Una Iglesia tras las huellas de Cristo.


Aprendamos bien la lección:”Beberán mi cáliz;  pero eso de   sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me toca a mí concederlo; es para quien mi Padre lo  tiene reservado”.  Hagamos Iglesia en comunión, uniendo lo que somos y tenemos y poniéndolo “al servicio del bien común” en la comunidad. La Iglesia es el cuerpo de Cristo y el cuerpo es uno aunque tenga diversidad de miembros (1 Cor. 12, 12-30).

La Iglesia es ante todo comunidad de personas creyentes, que viven la Palabra de Dios; celebran, sirven y aman (Hch. 2, 42-45). “Acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, fieles a la comunión fraterna, a la fracción del pan y a las oraciones… Acudían al Templo todos los días con perseverancia y con un mismo espíritu, partían el pan por las casas y tomaban el alimento con alegría y con sencillez de corazón” (Hch. 2, 42. 46). (C.I.C 2178). Esta práctica de la asamblea cristiana se remonta a los comienzos de la edad apostólica (Cf. Hch. 2, 42-46; 1Co 11, 17).

Antes de Jesús no hay Iglesia y menos Iglesia católica; no hay asamblea de personas creyentes en él. La fe en Jesús es posterior a su propia fe como hombre Judío. La fe de Jesús, que es la fe que conocen sus discípulos y discípulas, es la fe que les transforma la vida porque les llama a unirse al trabajo, pero la fe en Jesús comienza a extenderse, primero como fama, segundo como testimonio de quienes le conocieron y tercero el motivo fundamental del anuncio, encargo del resucitado: “Vayan por todo el mundo y prediquen el Evangelio a todas las criaturas” (Mc 16,15). Vayan es envío comunitario; todo el mundo es todas las naciones; prediquen, anuncien la vida de Jesús; a todas las creaturas es ser enviados y enviadas a la comunión en la fe. La fe de los fieles es la fe de la Iglesia recibida de los Apóstoles, tesoro de vida que se enriquece cuando se comparte. (C.I.C 1342)

Antes y en el tiempo de Jesús existía el “Pueblo de Dios” (Dt.  26, 16-19), el templo en Jerusalén,  y las sinagogas en los pueblos y ciudades fuera de la gran metrópoli (Mt. 9,35). Su primer grupo humano, su primera comunidad fue su familia y sus “parientes”, parte integral del pueblo escogido, del “Pueblo de Dios”; como judío acepta que la salvación viene de la revelación de Dios a los judíos (Jn. 4, 22) a través de la historia (Jn. 4, 1-45).

Jesús como persona judía del siglo I, asume en su totalidad la cultura y la religiosidad  de su pueblo, pero a partir del bautismo “la vida le cambia”, se convierte al Evangelio de Dios y  a su reinado, reinado de misericordia y justicia. Jesús convoca a la comunidad de discípulos y discípulas que serán sus amigos y amigas y su nueva familia: ¿Quién es mi madre y mis hermanos? Luego, mirando a los que estaban sentados a su alrededor, dijo: «Estos son mi madre y mis hermanos. Porque el que cumple la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre» (Mc. 3, 20 – 35). Jesús supera no sólo el nacionalismo, sino la concepción localista y racial del prójimo, él va más allá de los lazos de sangre con su familia, va más allá de los lazos raciales como judío perteneciente a los hijos de Abraham, y va más allá de los lazos religiosos y piadosos del judaísmo.

En el grupo de Jesús hay hombres y mujeres (Lc. 8, 1-3), de toda condición social, cultural, ideológica y económica. Su grupo, su comunidad es heterogénea; la comunidad de discípulos y discípulas está unida a él por amor a su persona y por amistad, sin embargo “lo muy humano de esos hombres y mujeres”, requiere de “formación permanente” (Lc. 6, 36-38), para enderezar lo torcido, abajar los montes, subir los abismos y edificar una calzada, un camino de seguimiento parejo, de igualdad y fraternidad.

Reconociendo a Jesús como Hijo de Dios y retomando el misterio de la encarnación, Jesús nace en comunidad, en esa comunidad de amor que es Dios, el Dios trinitario que se deja entrever en el Antiguo Testamento y que se manifiesta en el Nuevo; no sólo vivió en comunidad, sino que nos enseña que el seguimiento se vive y se hace en comunidad, en comunión, en común unidad y en común unión. La unidad es el vínculo externo de la unión interna del grupo de seguidores y seguidoras. La diversidad les enriquece y el protagonismo les divide. Jesús debe ser motivo de unidad: “Nadie va al Padre si no por mí” (Jn. 14, 9).

La Iglesia que nace del martirio del Señor y que se consolida con la experiencia del resucitado es la Iglesia que ha fundado Cristo  en sus apóstoles, con sus enseñanzas, su catequesis; su testimonio de vida como persona creyente y su pastoreo como hombre comprometido con Dios y su causa (1Pedro 5,1-4);  Jesús como Maestro nos lleva por el camino del servicio y por el criterio del amor misericordioso” (Mt. 20, 17-28); Jesucristo ha nacido del agua y del Espíritu en el bautismo, Teofanía del Padre, Dios se revela como  comunidad, como unidos en la diversidad de personas  (Lc. 3, 15-16.21-22) ; con la eucaristía , banquete de despedida y de amor incondicional Jesús es uno con sus amigos y amigas, se parte y se comparte por amor; y con la ascensión-confirmación, con la venida del Señor en la tercera persona, el resucitado nos comparte a la tercera persona, presente desde la creación del mundo. El Espíritu del resucitado es el que nos impulsa a vivir como personas resucitadas cada día. “Vayan por todo el mundo y anuncien el evangelio”; vayan por todos los rincones de la tierra y proclamen, anuncien, den a conocer la Buena Nueva.

Jesús como Señor resucitado le apuesta a la animación de la comunidad de amigos y amigas, discípulos y discípulas y finalmente como apóstoles. La Iglesia, comunidad debe estar unida por el amor y la amistas, por el seguimiento en comunidad y por el anuncio de aquel que es uno con el Padre y que espera que todos y todas nos amemos y seamos hermanos y hermanas:” En cuanto a ustedes, no se hagan llamar "maestro", porque no tienen más que un Maestro y todos ustedes son hermanos. A nadie en el mundo llamen "padre", porque no tienen sino uno, el Padre celestial. No se dejen llamar tampoco "doctores", porque sólo tienen un Doctor, que es el Mesías. El mayor entre ustedes será el que los sirve, porque el que se eleva será humillado, y el que se humilla será elevado” (Mt. 23, 1-12). El no “se hagan llamar grandes…”, tiene un sí háganse serviciales y humildes. Amor, servicio y humildad son rasgos de Jesús y deberían ser también de la Iglesia.

“Era sobre todo "el primer día de la semana", es decir, el domingo, el día de la resurrección de Jesús, cuando los cristianos se reunían para "partir el pan" (Hch. 20,7). Desde entonces hasta nuestros días la celebración de la Eucaristía se ha perpetuado, de suerte que hoy la encontramos por todas partes en la Iglesia, con la misma estructura fundamental. Sigue siendo el centro de la vida de la Iglesia.