El árbol echa raíces en la tierra que lo sostiene, que lo ve nacer; en
apariencia no importa el tipo de tierra que lo alimenta pero es “pura
apariencia,” porque no existe árbol sin raíz. En mi vida he visto árboles de
todo tipo, he visto frondosos, torcidos, con follaje, con flores, llenos de
hojas y frutos, todos son bonitos y admirables pero los que más me han
impresionado son los que nacen en las laderas y en los barrancos y cómo se
aferran a la vida. Hay árboles que me han dado compasión al verlos invadidos,
poseídos y opacados por el “matapalo”, y ese no es árbol de naturaleza, sino
parásito que puede llegar a ser árbol.
“El matapalo” es aquel que vive
sin raíz en la tierra que lo alimente, vive de otros árboles sin mayor esfuerzo,
es realidad de apariencia, se alimenta de lo ajeno hasta que lo seca. El
“matapalo” roba vida, espacio, apariencia, siempre está verde, pero sus raíces
están enraizadas en las venas de otro viviente. El “matapalo tiene vida larga mientras viva
quien lo alimenta. Como personas creyentes estamos en la disposición de ser
árboles frondosos o ser “Matapalos”: “Mira que te he ofrecido en este día el bien y
la vida, por una parte, y por la otra, el mal y la muerte. Lo que hoy te mando
es que tú ames a Yavé, tu Dios, y sigas sus caminos” (Dt. 30, 15).
Seguir los mandatos de Dios es optar por la vida, es seguir el camino de
la vida: Yavé Dios hizo brotar del suelo
toda clase de árboles, agradables a la vista y buenos para comer. El árbol de
la Vida estaba en el jardín, como también el árbol de la Ciencia del bien y del
mal (Gn. 2, 9 ). La persona justa es como un árbol al lado del torrente, el
torrente es Dios que nos alimenta y nos hace ser lo que somos y ofrecemos. El
agua, es signo de vida y bendición, el agua recrea la vida: “En las
márgenes del torrente, desde principio a fin, crecerán toda clase de árboles
frutales; su follaje no se secará, tendrán frutas en cualquier estación:
Producirán todos los meses gracias a esa agua que viene del santuario. La gente
se alimentará con sus frutas y sus hojas les servirán de remedio (Ez. 47, 12).
La naturaleza de nuestro ser la definimos con nuestras opciones, con
nuestras decisiones diarias y con nuestras acciones. Sabemos que existe la vida
y la muerte, la justicia y la injusticia, el amor y el desamor, la gracia y el
pecado, la fe y el temor, el bien y el mal, la bendición y la maldición, la
sabiduría y la necedad etc. Siempre está frente a nosotros y nosotras la experiencia de la
elección. No se elige entre el bien o el mal, sino entre cosas u opciones
buenas: “Que
los cielos y la tierra escuchen y recuerden lo que acabo de decir; te puse
delante la vida o la muerte, la bendición o la maldición. Escoge, pues, la vida
para que vivas tú y tu descendencia” (Dt. 30,19).
La naturaleza nos da grandes lecciones, aprendamos de ella. Hay árboles
que no tuvieron la dicha, la gracia, o la suerte de nacer en terreno llano y
fértil, nacieron donde cayó la semilla llevada por el viento. Algunos nacieron
entre piedras, a la orilla de los barrancos, pero por amor a la vida se agarran
tan fuerte de las piedras que casi se hacen de una misma naturaleza. Estos
árboles luchadores son los que admiro y son los que contemplo en la costa
pacífica salvadoreña. Tierra árida, víctima de incendios forestales, terrenos
pedregosos y grises, terrenos que en su miseria se convierte en riqueza para
los y las desheredadas de la tierra. El amor a la tierra se parece mucho al
amor que se le tiene a la madre. Tener tierra, un pedacito de tierra, en El
Salvador es tener suerte, es tener la bendición de Dios, es arraigarnos a ese
suelo que nos da un sitio en la geografía, en la historia, en la promesa de
Dios (Dt. 4, 1. 5-9). Dios promete vida, descendencia, tierra y nuevas
cosechas, si escuchamos y practicamos los mandatos que él nos enseña.
“El árbol se conoce por sus frutos”: “Dichosa
la persona que no se deja llevar por las apariencias, por mundanos criterios, sino por lo que hay
en el corazón humano, se goza en cumplir
los mandatos del Señor”. La persona que tiene a Dios como manantial que lo
alimenta y nutre es como “un
árbol plantado al borde de las aguas, que produce fruto a su debido tiempo, y
cuyas hojas nunca se marchitan: todo lo que haga le saldrá bien” (Sal. 1, 3).
La persona que se aleja de su creador, de su Señor y Dios es como “paja barrida por el viento”. A la
persona mala, sus caminos acaban por perderla: “porque el Señor cuida el camino de los justos, pero el camino de los
malvados termina mal” (Sal. 1, 6).
“A quien buen árbol se arrima,
buena sombra lo cobija”. La semilla de
mostaza es pequeña, pero no insignificante (Mt. 13, 31; Mc. 4, 30; Lc. 13, 19). Ser pequeño es ser humilde y sencillos, en
cambio ser insignificante es ser un escaño anterior a la no existencia, a la
marginación y la exclusión. A veces en la vida diaria, en nuestra relación con
las demás personas confundimos lo pequeño con lo insignificante. Como personas
nunca somos insignificantes, Jesús no comparte este “mundano criterio”. La
persona más pequeña entre nosotros y nosotras es la más grande en el Reino de
los cielos; y quien quiera ser el más importante que se haga el servidor de
todos y todas.
La grandeza del ser humano no está en su estatura, en su saber, en sus
recursos económicos, sino en ser lo que es, en definir lo que es y, la persona
se define por sus frutos, por sus obras, por sus acciones. “Lo que tenemos que
hacer es respetarnos siempre, y buscar siempre unidos y unidas al Dios que nos supera a todos y todas” (Lc. 9, 22-25).
El Señor hace sabia a la persona sencilla, la persona sencilla es como árbol
frondoso que crece bajo el amparo del altísimo; la persona orgullosa y soberbia
es como cactus del desierto, que vive de sus resequedades.
“Así habla Yavé: ¡Maldito el hombre que confía en otro hombre, que busca su apoyo en un mortal, y que aparta su corazón de Yavé! Es como mata de cardo en la estepa; no sentirá cuando llegue la lluvia, pues echó sus raíces en lugares ardientes del desierto, en un solar despoblado. ¡Bendito el que confía en Yavé, y que en él pone su esperanza! Se asemeja a un árbol plantado a la orilla del agua, y que alarga sus raíces hacia la corriente: no tiene miedo de que llegue el calor, su follaje se mantendrá verde; en año de sequía no se inquieta, ni deja de producir sus frutos. El corazón es lo más complejo, y es perverso: ¿quién puede conocerlo?” (Jr. 17, 5-9).
“Así habla Yavé: ¡Maldito el hombre que confía en otro hombre, que busca su apoyo en un mortal, y que aparta su corazón de Yavé! Es como mata de cardo en la estepa; no sentirá cuando llegue la lluvia, pues echó sus raíces en lugares ardientes del desierto, en un solar despoblado. ¡Bendito el que confía en Yavé, y que en él pone su esperanza! Se asemeja a un árbol plantado a la orilla del agua, y que alarga sus raíces hacia la corriente: no tiene miedo de que llegue el calor, su follaje se mantendrá verde; en año de sequía no se inquieta, ni deja de producir sus frutos. El corazón es lo más complejo, y es perverso: ¿quién puede conocerlo?” (Jr. 17, 5-9).
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