El Espíritu Santo fortalece la unidad de
los carismas en los y las cristianas. El Espíritu Santo, fuerza y vida de Dios,
aliento y creatividad, Ruah de la divinidad, es el eterno siempre eterno, dinámico
e inquieto, sabiduría, prudencia e inteligencia, ente creador e inmanente en la
creación. La sabiduría de Dios ha estado siempre aleteando sobre el caos de la
humanidad, siempre refrescándonos con la esperanza y siempre creando vida
para llegar a la vida plena.
La fuerza de la unidad en la diversidad,
la fuerza de la diversidad en un solo cuerpo, la Iglesia. La Iglesia que somos todos y todas, somos
los y las bautizadas, somos la asamblea de los santos y santas, somos los
cristianos y cristianas, seguidores y seguidoras del resucitado en la modalidad
del Espíritu del resucitado.
Si Jesús de nazaret, el hijo del
carpintero, el hijo de María, reunió y formó en la unidad respetando la
diversidad de la primera comunidad de discípulos y discípulas, siendo cada cual
según su modo de ser, también trató de moldearles en un mismo espíritu, el
espíritu de la unidad como hijos e hijas de un mismo Padre, trató de moldearles
en una misma mística, servir a la comunidad y que cada una de ellas como
persona trasluciera la vida de Jesús para que sus vidas al igual que la del
Señor y Maestro fuera siempre una buena noticia.
El Espíritu Santo anima a la Iglesia porque
el fundador de ella es Jesucristo. El Ruah de Dios Padre y el Ruah del
Resucitado es uno solo, por eso quien no busca la unidad en la asamblea no
tiene el espíritu de Dios, quien no pone al servicio del cuerpo eclesial sus
dones y carismas tampoco tiene el Espíritu de Dios porque se deja llevar por el
espíritu del mundo, ese espíritu destructor, egoísta, sectario e insolidario y
solitario. El pueblo de Dios no lo formamos sólo aquellos y aquellas que
asistimos al templo.
El Espíritu de Dios ha estado presente
siempre, siempre, en la naturaleza, desde que el mundo es mundo, porque él es
la sabiduría, la fuerza, la energía. Es la vida de Dios mismo. La sabiduría de
Dios ha estado y sigue estando presente en la creación, en la diversidad de
expresiones materiales. Donde hay vida ahí habita el Espíritu de Dios. Ante la
creación de Dios al ser humano no le queda más que agradecer, admirar y
regocijar su alma, al contemplar la grandeza del Señor: “Bendice al Señor alma
mía” (Sal. 103) La tierra está llena de sus criaturas.
La naturaleza humana es naturaleza
viviente, creativa y creada. Es naturaleza divina en forma, color, aroma y
sabor. Todavía en el caos, en el desorden, Dios está presente. Está allá abajo
en el abismo, en las profundidades de la tierra y del mar. ¿Cómo podré escapar
lejos de tu presencia? Si subo a las montañas allá estás, si bajo a las honduras
del abismo también allá estás...(Sal. 139).
El espíritu de Dios no sólo está en la
naturaleza, en la creación, sino también en la historia. Está presente en esa
red de relaciones humanas, en esa red de decisiones y opciones que tomamos
todos los días. El azar y el destino no existen. El destino lo hacemos, la
historia la hacemos con nuestras opciones o nuestras omisiones.
El Espíritu está presente en los
acontecimientos que hilvanan la historia. Dios no es ahistórico, más bien se
historiza desde el misterio, misterio encarnado. Está presente en las diversas
épocas. La historia la hace el ser humano, pero también la hace Dios porque
tiene un proyecto y lo va concretizando en silencio, respetando nuestra
libertad. Con la gracia de la libertad nace la esclavitud del yo, nace la
idolatría, la alienación y se sacraliza lo que no es Dios (Sal. 12. Sal. 15).
El Espíritu Santo está presente en los
buenos líderes, sean políticos, civiles o religiosos, porque Dios nos ha dado
el discernimiento y el libre albedrío. Dios no hace diferencia de condición
social o económica. El templo del Espíritu Santo es el ser humano desde Eva y
Adán, Dios comparte su Espíritu a los profetas y profetizas como Simeón y Ana.
Los y las profetas han sabido escuchar la voz del Señor y lo han descubierto en
los signos de los tiempos o en los gestos simbólicos haciendo presente y
cercano a Dios (Sam. 16; Is. 6).
El Espíritu Santo nos llama a una
continua conversión, al anuncio y la denuncia. Toda persona ungida es una
persona habitada por el Espíritu Santo como se nos da en el bautismo, la
confirmación, el orden y la unción a las personas enfermas. Ungir es consagrar,
es pertenecer y estar al servicio de Dios.
Jesús es un hombre ungido, es un hombre
consagrado en el bautismo, en el combate contra el tentador, en el anuncio de
la palabra en la sinagoga de Nazaret, en la misión y, él, unge a sus
amigos y amigas antes de ascender al cielo, es decir, derrama el Espíritu Santo
(Mc. 1, 9-11; Lc.4, 16-30; Mt. 28, 16-20; Jn. 21, 15-17). Antes de la
resurrección Jesús es ungido por el Padre, después de la resurrección Jesús
unge con su espíritu.
Jesús es Hijo de Dios, es Dios, así lo
reconoce y confiesa la comunidad cristiana primitiva. La Iglesia le da ese
título después que lo experimenta resucitado. El resucitado reúne, une y
envía. La Iglesia es un cuerpo para la misión y es en
esa misión donde la unidad es fundamental por la dispersión misionera. La
unidad es la columna del cuerpo. Las herramientas para la misión son los dones,
los carismas y los diversos ministerios o servicios. La Iglesia es servidora como
Jesús, ella debe lavarle los pies al mundo.
Jesús se revela, se muestra, se aparece
como resucitado acentuando su humanidad, miren mis manos, mis pies, tóquenme
etc. Un fantasma no tiene un cuerpo material transfigurado. Se manifiesta a sus
amigos y amigas, no a todo el mundo. El resucitado que comparte su
Espíritu es el que convoca, llama, anima y envía. Jesús el Resucitado
vuelve a enamorar a sus amigos y amigas (Lc. 24, 35-48).
La comunidad base y de base de Jesús, es
la misma comunidad del resucitado, es una comunidad de seguidores y seguidoras,
de apóstoles, misioneros y misioneras. En Pentecostés nace la Iglesia misionera,
movida por El Espíritu Santo, enviada al mundo por Jesús, la Iglesia es
cristocéntrica convertida al Reino de Dios. La comunidad cristiana es rica en
dones y carismas porque todos vienen de Dios, fructifican en la comunidad; ella
empapa la tierra y los dones y carismas regresan a Dios como una nueva cosecha.
La Iglesia es
pobre porque se vacía de sí misma, para llenarse de Dios y de su Espíritu.
El Espíritu Santo favorece desde la
mismidad de Dios, la unidad de la Iglesia y en el futuro, ¡Ojalá!, de todas las
iglesias. Como cristianos y cristianas tenemos la limitación de haber hecho una
jerarquización de los carismas, más que una preocupación por el bien común de
la comunidad, signo de la presencia de Dios en el mundo. Todos los dones del
Espíritu Santo deben estar al servicio del bien común.
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