Era un día radiante, como pocos días en el invierno salvadoreño. Por oposición, un día excepcional. Un día radiante, mucha luz, mucha claridad, mucha alegría y felicidad. Excelente ambiente de fiesta. Era un día extraordinariamente radiante. Los y las jóvenes de la confirmación también estaban radiantes, en sus rostros había satisfacción, muchas sonrisas, muchas miradas, paz y tranquilidad. En su entorno había felicidad, en sus ojos brillaba como nunca la claridad del día y la claridad de la confirmación en la Fe.
Ellos y ellas con sus uniformes seguían siendo singulares, su uniforme les unía en la diversidad, su uniforme les comprometía como un solo ser humano, como un solo cuerpo eclesial para la misión. Iban a recibir al Espíritu Santo de manera sacramental, iban a confirmar su deseo de ser cristinos y cristianas. Querían unirse a esa gran procesión, a esa gran muchedumbre de hombres y mujeres que durante siglos se han sentido seducidos y seducidas por el Dios de Jesús y por Jesús de Nazaret, por sus enseñanzas, sus palabras de vida, por su ejemplo humano de criatura, por su sueño de un mundo mejor, y distinto. Un mundo donde reine Dios, donde el reinado de Dios se haga realidad y no utopía posible, que se realice una teocracia, un mundo donde reinen los valores del Reino.
Sus padres y madres estaban ahí para acompañarles, las barreras cotidianas, barreras de años de soledad, sufrimiento, separación y exclusión habían sido superadas. Estaban ahí como una sola familia. Como una familia reconstruida aunque sea por un momento. La confirmación también recupera a los padres y madres, les confirma en su vocación misionera si se hacen cargo responsablemente de ello. Se unían a la fiesta los padrinos y madrinas, aquellas personas que por su vida cristiana habían sido capaces, sin saberlo, de motivar a esta juventud para ser como ellos y ellas y posiblemente ser mejores. El alumno supera a su maestro, la alumna supera a su maestra aunque ya le baste al discípulo o a la discípula ser como su maestro y maestra.
El momento de felicidad se eterniza en la fotografía, no sólo en el recuerdo como información almacenada en el archivo intelectual. La fotografía eterniza el momento, la juventud, los sentimientos, la sonrisa, los abrazos y la compañía de aquellos seres que amamos y que siempre vamos a querer, estén cerca o lejos: “ámense como yo les he amado”, dice el Señor, aquel que nos llama y nos confirma en nuestra fe.
Hemos sido confirmados y confirmadas en el Espíritu Santo, espíritu de Dios, espíritu de vida, espíritu que se da plenamente en sus siete dones, el siete de la totalidad y la plenitud, el siete de toda la vida, el siete de siempre. El aire nuevo entró por las ventanas semiabiertas para dejarlas de par en par, las puertas se encogieron ante tanto fervor expresado. La tarea ha comenzado, odres nuevos para vino nuevo. El día seguía radiante, el sol como nunca brillaba libremente sin nubes que lo opacaran; el cielo era realmente cielo, el azul en su profundidad mostraba sin temores la gloria de Dios y la gloria de Dios en la tierra es el ser humano plenamente libre y feliz, el ser humano con vida y esa vida en abundancia. Dios había confirmado su ser, ser y estar siempre para los y las demás.
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