Vivimos en una sociedad tan llena
de injusticias que las relaciones asimétricas entre las naciones del mundo,
entre los pueblos de la tierra, las sociedades desarrolladas y
subdesarrolladas y, especialmente las
relaciones personales entre los individuos se nos hacen “normales”, escandalosamente
frías, calculadoras, indiferentes e insolidarias que no nos cuestiona nada, ni nos hace
reaccionar para nada. Creemos que ya es voluntad de Dios y que este “Orden”,
desordenado, caótico y excluyente lo quiere Dios. Pero no es así, ya que el
mismo Dios nos hace caer en la cuenta que todo esto es abominable, es decir,
que merece ser condenado y aborrecido, tanto aquí como allá, la compasión es el
pasaje de la salvación: “Entonces gritó:
«Padre Abraham, ten piedad de mí, y manda a Lázaro que moje en agua la punta de
su dedo y me refresque la lengua, porque me atormentan estas llamas.» Abraham
le respondió: «Hijo, recuerda que tú recibiste tus bienes durante la vida, mientras
que Lázaro recibió males. Ahora él encuentra aquí consuelo y tú, en cambio,
tormentos. Además, mira que hay un
abismo tremendo entre ustedes y nosotros, y los que quieran cruzar desde aquí
hasta ustedes no podrían hacerlo, ni tampoco lo podrían hacer del lado de
ustedes al nuestro.» Lc. 16, 24-26). La piedad se aprende en el sufrimiento.
¿Cómo se puede ser creyente y
actuar en la vida como que si Dios no existiera? Muchos siglos antes de que
Jesús diera a conocer esta parábola, el profeta Isaías le critica a Israel, a
sus jefes y pueblo la increencia práctica de sus acciones y su religión; el
señalamiento es lacerante, lastima, hiere, golpea, y nos hace ver hoy nuestra propia
vulnerabilidad: “Escuchen, jefes de
Sodoma, que esto es palabra de Yavé; presten atención, pueblo de Gomorra, a las
advertencias de nuestro Dios”: Cuando
rezan con las manos extendidas, aparto mis ojos para no verlos; aunque
multipliquen sus plegarias, no las escucharé, porque veo la sangre en sus
manos. ¡Lávense, purifíquense! no me hagan el testigo de sus malas acciones, dejen
de hacer el mal y aprendan a hacer el bien. Busquen la justicia, den sus
derechos al oprimido, hagan justicia al huérfano y defiendan a la viuda.» (Is.
1, 1. 15-17). El culto que le agrada a Dios son las buenas obras, las
acciones nobles y justas, no una religión de normas, rezos y sacrificios de animales.
En apariencia la globalización es
incluyente porque ha convertido al planeta en un campo de concentración y a los
pueblos en aldeas, pero la realidad da que estamos más excluidos y excluidas
que antes, porque se han marcado más el dominio entre los que tienen las
riquezas y quienes nos hemos convertido en meros consumidores, autómatas, por
orden del consumismo. La globalización nos ha hecho naciones y personas
dependientes, necesitadas y poco pensantes. Hemos sido convertidos en plaza o
mercado y no en productores. Vivimos de las migajas de las ciencias, el capital
y la tecnología. Nuestro corazón ha sido apartado de Dios y nos ha seducido
otro ser humano; de ser personas sociales nos hemos convertido en islas en el
mar de la soledad. Nuestros oídos ya no escuchan los gritos de la personas que
sufre porque los tenemos taponeados con audífonos; nuestra vista está nublada
por la cortina del consumo y nuestra boca calla porque la tenemos ocupada con
el chicle: O sea, perdón, qué oso, u---bi---ca—te...: “Así habla Yavé: ¡Maldito el hombre que confía en otro hombre, que busca
su apoyo en un mortal, y que aparta su corazón de Yavé! Es como mata de cardo
en la estepa; no sentirá cuando llegue la lluvia, pues echó sus raíces en
lugares ardientes del desierto, en un solar despoblado” (Jr. 17, 5-6).
Al final de la historia, de
esta historia nuestra hecha con nuestras decisiones, con nuestras manos, con
nuestras opciones, con nuestros aciertos y equivocaciones recogeremos los
frutos que merecemos por nuestra conducta o por nuestras acciones. Dios tiene
un juicio para las naciones, parecida a la separación que hace el pastor, al
final del día, entre cabras y ovejas. A cada cual se le pone en su lugar: “Cuando el Hijo del Hombre venga en su
gloria rodeado de todos sus ángeles, se sentará en el trono de Gloria, que es
suyo. Todas las naciones serán llevadas a su presencia, y separará a unos de
otros, al igual que el pastor separa las ovejas de los chivos. Colocará a las
ovejas a su derecha y a los chivos a su izquierda (Mt. 25, 31-33). El texto
presenta a Jesús como Hijo de Hombre,
como rey del universo y de todas las naciones, y finalmente como un
rey-pastor que separaré a quienes fueron ovejas y a quienes fueron cabros
grandes; esos mismos que Jeremías llama cardos en la estepa o árboles frondosos
plantados junto al agua. El rey de la gloria juzgará a los países ricos
epulones y los pueblos pobres y enfermos como lázaro.
Dios conoce el corazón
humano y es el único capaz de sondear sus pensamientos y conocer sus
sentimientos más profundos, porque no lo convencen ni engañan las apariencias:
“Nada más falso y enfermo que el corazón:
¿quién lo entenderá? Yo, el Señor, penetro el corazón, sondeo las entrañas,
para dar al hombre según su conducta, según el fruto de sus acciones”. Las
migajas que caen de la mesa del rico pudieron salvarle la vida al pobre Lázaro,
pero para el epulón, el rico que come mucho y disfruta la comida, que banquetea
todos los días, el leproso, el enfermo, el pobre, el ser humano que padece
necesidad no existe. El epulón cree en Dios pero no lo ve, no lo descubre en el
prójimo que está a la entrada de su casa. El rico no le hace daño a Lázaro,
pero tampoco le hace ningún bien, no lo socorre en sus necesidades que son
muchas: La enfermedad, la pobreza, el hambre, la vivienda y sobre todo un trato
humano. Su pecado es la omisión, la indiferencia, la frialdad, su ceguera. Su
pecado es haberle dado la espalda a su hermano. Los dos mueren y los dos
reciben según sus obras.
Otro texto que recuerda las
migajas de la fe verdadera es el de la mujer cananea; los hijos e hijas de Israel
comen en la mesa del Padre y las migajas
que caen de su mesa son la fe verdadera de quienes son excluidos y excluidas de
la salvación (Mt.15, 21-28; Mc. 7, 24-30). Hoy también el rico es excluido de
la salvación por no haber dado aunque sea las migajas que podían salvar una
vida y salvar su vida. El rico en su agonía no quiere que sus iguales pasen por
lo mismo y pide que se mande a Lázaro, como mensajero de conversión, pero ni
aunque un muerto resucite cambiarán de su pecado dice Abraham: “Pero si un muerto va a verlos, se arrepentirán. Abrahám le dijo: - Si
no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso ni aunque resucite un
muerto” (Lc. 16, 29-31). El rico es bueno pero está esclavizado a la
codicia y esto no le permite servir a dos señores (Mt. 6,24). Jesús resucitó a
Lázaro y en lugar de lograr la conversión de las autoridades judías, ellas, legitimaron su muerte (Jn. 11, 1-45). Escuchemos
la Palabra de Dios y hagamos lo que ella nos dice, entonces no caeremos en el
pecado de la omisión. Las sobras y las obras pueden salvar una vida y la
nuestra. En las migajas está la fe verdadera, no en el banquete.
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