Cuando Dios en su bondad creó todo lo creado, lo hizo por
amor, lo hizo todo en estado de gracia, todo lo hizo bien. Terminada su obra, y
en el cúlmen de la creación hizo al ser humano, hombre y mujer. Los creó para
que se amaran y fertilizaran la tierra con su amor. Que el amor humano se
extendiera como semilla por toda la tierra donde crecieran como pueblos, razas
y habitantes hijos e hijas de una sola pareja: “Y vio Dios que era bueno” y
continuó su obra creadora.
En el principio, en el corazón de la bondad, se incrustó
una espina, la bondad fue lastimada y derramó su sangre con dolor, desde
entonces existió la soberbia, el orgullo y la violencia; y la violencia estaba
contra Dios y la violencia no era Dios (Gn. 3, 1-5). En el principio Dios paró
a la violencia, pero ella ya se había posesionado del corazón humano y el ser
humano se rebeló contra su creador (Gn. 3, 6-13).
Las cosas fueron creadas para el ser humano pero el ser
humano se apropió de ellas, y sometió a
otros seres humanos, y quiso, además, ser dios. Unos pocos sometieron a muchos
y los hicieron trabajar hasta el anochecer, porque querían ocupar las alturas
que solo al Creador le eran propias; “si esto va adelante, nada les impedirá desde ahora que consigan todo lo que se
propongan” (Gen. 11, 1-6). La soberbia, el orgullo, la violencia y la muerte
comenzaron a gobernar la tierra, ese es el pecado original, el pecado que se
opone a Dios y destruye el amor fraterno entre hermanos y hermanas.
La violencia comenzó a reinar y comenzaron las envidias,
las peleas, los resentimientos, el culto vacío e inauténtico, los ritos y los
sacrificios quisieron amarrar a Dios, esclavizarlo, someterlo (Gn. 4, 1-7). La
violencia no nació de Dios, sino del ser humano que quiso ser como Dios y
desterrar a Dios de su corazón (Gn. 4,
8-12), pero Dios se lo impidió expulsándolo del Paraíso, para que la violencia,
la venganza y el odio no fueran eternos (Gn. 3, 22-24).
Y la vida volvió a resurgir de las manos de Dios como un
árbol, como un árbol frondoso que es cuidado por Dios, porque de sus manos nace
la vida, el amor, la compasión, el perdón, la misericordia y la sabiduría. Dios
detiene la espiral de violencia tatuando a Caín, para que nadie le haga daño,
que no se pague mal con mal, que no se universalice la ley del talión porque sólo
Dios puede saldar cuentas con el ser humano (Gn. 4, 10-16).
El principio de la espiral de la violencia, del odio y la
venganza se encuentra en el corazón humano. No hay otro origen, la génesis está
en un corazón humano que se ha apartado de Dios como Padre que perdona, padre misericordioso
y tierno, lento a la cólera y rico en piedad. La espiral de la violencia, el
odio, la venganza, destruye al ser humano, es el camino de la muerte física,
porque termina en el cementerio en el dormitorio, y espiritual, porque asesina lo más íntimo de
nuestra intimidad, el amor, la fe, la esperanza; asesina al origen de la vida,
asesina a Dios en sus hijos e hijas.
La
violencia no se detuvo y siguió saciando su hambre de venganza y odio en las
entrañas de todos los pueblos de la tierra, de todos los grupos humanos, de
todas las personas cuando le dan rienda suelta a sus palabras y sentimientos, a
sus pasiones e injusticias. De la estirpe
de Caín nace Lámek símbolo de la venganza desenfrenada (Gn.4, 17-26). En medio de tanta violencia y venganzas, Dios
le sigue apostando a la vida y al ser humano renovado, reintegrado,
reivindicado, renacido, transfigurado y resucitado. La ley del más fuerte y más
agresivo debe desaparecer para construir el shalom de Dios. La paz que Dios nos
promete es la vida, la vida que quiere para todos y todas está cimentada en el
justicia y el derecho.
Lámek y su descendencia se han extendido por toda la
tierra y han hecho de la violencia y la agresión su bandera de lucha por la
justicia y por su mal llamada seguridad nacional y territorial. Hoy se
arremete, se invade y se le cierra la frontera a otros pueblos en nombre de la
libertad. Los hijos de Lámek ocupan los primeros puestos y las jefaturas de los
países más ricos del mundo.
La falsa visión de seguridad que tienen los países del
norte con respecto a los del sur es que son una amenaza para su vida, su
seguridad y su desarrollo en el planeta
y hay de aquel subdesarrollado que se atreva a desafiar las ordenes de
los amos que tienen a los pueblos sometidos a través de la riqueza del
petróleo, el poder militar, la diplomacia intromisoria, el mercado global, la
industria multinacional, la tecnología que agudiza las brechas, las armas
nucleares y químicas que están ahí como amenaza de una justicia humana
apocalíptica en el mal sentido de la palabra. “Cada uno es tentado por su
propia codicia, que lo arrastra y lo seduce; la codicia concibe y da a luz el
pecado; el pecado crece y, al final, engendra la muerte” (Santiago 1, 15)
En todos los países del mundo tenemos muchos casos donde Lámek
hace sentir su sentencia: “Yo he matado a un hombre por herirme y a un
muchacho porque me golpeó. Si Caín ha de ser vengado siete veces, Lámek ha de
serlo setenta y siete veces” (Gn. 4, 23-24). La soberbia, el orgullo, la
codicia, la justicia por la propia mano, el dominio de unos sobre otros, es
muestra de que el fruto del pecado, que maduró hasta la muerte en los terrenos
del Jardín, siguió consumiéndose y envenenando el corazón, la sangre y la razón
humana, al buscar no sólo culpables, sino justificaciones de conductas
homicidas, exclusiones raciales, sociales y religiosas, es decir, el asesinato
de seres humanos sobre otros seres humanos que no son mis iguales, de mi raza,
de mi ideología, de mi credo.
Hoy se asesina sin escrúpulos por cualquier cosa: Por un
celular, por sueldo, por una mirada, por un bocinazo, por una calumnia, por
diversión, por racismo, por envidia, por amor a lo ajeno, por pasiones
amorosas, por protestar en una marcha, por disentir ideológicamente en un partido,
por defender los derechos de otras personas, por denunciar las injusticias etc.
¿Dónde no está la presencia de la muerte?
La madre de los y las vivientes, está unida a través del
parto, del dar a luz, a la historia del hijo que será el asesino de otro hijo
de ella. En estas dos estirpes, la violencia y la muerte irán unidas a la
bondad de Dios que sigue generando vida en un campo de muerte, para hacer de
este cementerio un jardín, un paraíso, pero todavía estamos lejos.
Caín y Abel son realidades simbólicas, casi mitológicas,
presentes en todo ser humano: Caín (qanithi), he dado a luz, y
“Abel (hebel), aire, respiración, es ya una indicación de que este
segundo hijo debía desaparecer como un suspiro de aire, sin nombre, sin
posteridad”.
El conflicto sutilmente presente en los dos nombres
representativos del quehacer humano primitivo, es evidente, cuando se constata
que la serpiente ha vuelto a picar otra vez al ser humano. La degeneración de
la venganza ha llegado a límites inimaginables e intolerables. Ante esta hecatombe humana quiero finalizar con palabras pintadas de esperanza:
El Señor miró a la
tierra desde el cielo.
SALMO 101, 13-14b. 15-21
Tú, Señor, reinas para siempre,
y tu Nombre permanece eternamente.
Tú te levantarás, te compadecerás de Sión,
porque ya es hora de tenerle piedad,
tus servidores sienten amor por esas piedras
y se compadecen de esas ruinas.
Las naciones temerán tu Nombre, Señor,
y los reyes de la tierra se rendirán ante tu gloria:
cuando el Señor reedifique a Sión
y aparezca glorioso en medio de ella;
cuando acepte la oración del desvalido
y no desprecie su plegaria.
Quede esto escrito para el tiempo futuro
y un pueblo renovado alabe al Señor:
porque Él se inclinó desde su alto Santuario
y miró a la tierra desde el cielo,
para escuchar el lamento de los cautivos
y librar a los condenados a muerte.