¿Qué mérito tiene amar a quienes
nos aman? Mateo 5, 38-48.
La primera respuesta superficial
sería ninguno. No tiene ningún mérito. Sin embargo esto no es del todo cierto
porque amar duele. Si duele amar a quienes nos aman cuando hay separación,
duele mucho más amar a quienes
nos odian, nos maldicen, nos difaman, a quien nos golpean, a quienes nos
despojan de nuestras pertenencias, etc. La medida de una persona, su estatura
está en la capacidad o no de amar. El ser humano por naturaleza necesita amar y
sentirse amado.
La invitación de Jesús es más
radical de lo que estamos acostumbrados y acostumbradas a dar: Amar a quienes
nos aman. Si esto que parece fácil nos cuesta muchas veces, corresponder al amor que se nos ofrece, amar a
aquellos y aquellas que nos ofrecen todo menos amor es mucho más sacrificado y
por ende más cristiano. La regla de oro del amor es esta: “Hacer por los y las
demás lo que nos gustaría que hicieran por nosotros o nosotras”.
Amar no es un mérito, es una acción
de gracias por el amor que hemos recibido de antemano. Si no es un mérito mucho
menos debemos esperar que se nos reconozca como mérito, es decir, como una obra
buena que hacemos porque somos buenos. La palabra de Dios dice que hasta los
pecadores son capaces de amar, de hacer el bien y de dar prestado esperando ser
correspondidos. Si esperamos reconocimiento, se cayó todo por la borda porque
quien nos bendice con su amor y por el cual nos hace capaces de amar, en medio
de nuestras propias limitaciones y fragilidades, es Dios en los y las demás.
¿Mi amor qué le aporta a Dios?
Nada. Es como que dijera que mi vida, una gota de agua, le aporta agua al
inmenso mar. Como que estuviera convencido de que mi vida, una luz tenue, que
dura poco, le da luz a la vida eterna. No. ¿A quien hacemos el bien y no por
recompensa, y mucho menos por reconocimiento? Al prójimo o a la prójima, porque
amándoles les regeneramos vida, les recreamos la alegría, les confortamos en el
perdón. El amor es capaz de transformar a las personas.
Quién dice que ama a Dios y odia
a su hermano es una persona mentirosa porque no se puede amar a quien no se ve
y odiar a quien comparte nuestra vida, nuestra existencia, nuestro destino,
nuestras limitaciones personales y nuestro compromiso cristiano llevado a
cuestas.
El mandato es amar, no odiar; es
amar perdonando para que se nos perdonen nuestros propios pecados. El mandato
es este: “Amen a sus enemigos, hagan el bien y presten sin esperar nada en
cambio. Entonces la recompensa de ustedes será grande y serán hijos del
Altísimo, porque él es bueno con los desagradecidos y los malos". Dios es bueno.
Dios es amor, Dios es compasión y ternura sin límites.
San Juan en su primera carta le
dice a su comunidad cristiana: “No podemos decir que amamos a Dios a quien no
vemos si no amamos a los hermanos y hermanas a quienes vemos” (1Jn 4,20). El
núcleo vital de la experiencia humana y cristiana es el amor. Ser cristiano o cristiana es ser una
persona que ama y que por amor perdona y sirve. Quien ama ha nacido de Dios,
conoce y transmite a Dios.
“Que su caridad no sea una farsa;
aborrezcan lo malo y apéguense a lo bueno. Como buenos hermanos, sean cariñosos
unos con otros, estimando a los demás más que a uno mismo” dice San Pablo en su
carta a la comunidad cristiana en Roma (Rom. 12,9-16b). Como san Agustín:
"Dame lo que me pides y pídeme lo que quieras".
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