“Insensatos han sido todos los hombres que no han conocido a Dios y no
han sido capaces de descubrir, a través de las cosas buenas que se ven “Aquel
que es” y que no han reconocido al artífice, fijándose en sus obras, sino que
han considerado como dioses al fuego, al viento, al aíre sutil, al cielo
estrellado, al agua impetuosa o al sol, y a la luna, que rigen al mundo” (Sab.
13, 1-9). El Dios de la vida y de la esperanza, belleza de toda belleza;
belleza de donde se desprende toda belleza en sus creaturas, las creó para que
viéndolo en sus criaturas nos acerquemos a su amor permanente e incondicional,
“pues reflexionando sobre la grandeza y hermosura de las creaturas se pueda
llegar a contemplar a su creador”. Si la sabiduría nos hace sabios para conocer
e investigar el universo, ¿por qué no nos hace sabios para contemplar a su
creador, nuestro creador?
Debemos estar siempre con
apertura a lo nuevo, a lo inesperado, a los roces de sabiduría que, cuando
menos esperamos, nos llegan como cartas con buenas noticias. Escuche que
alguien decía algo inesperado, hace un tiempo atrás. Decía que “Darle esperanza a alguien es darle un
cruel obsequio con graves consecuencias”. Si la esperanza me devuelve la vida,
la salud, el perdón, nuevos horizontes y me libera de mis temores, esos que
como guardias encarcelan mi libertad, entonces son graves consecuencias.
Bienvenida sea siempre la esperanza a mi casa, siempre será mi querida
invitada.
Ante tanta bondad desbordante,
que cae y se esconde hasta que sale por todos los poros de la tierra, al ser
humano redimido le queda solamente, frente a su Creador, expresar una acción de
gracias. Una acción de gracias es el acto agradecido de quien reconoce la
bondad existente fuera de su ser pero que al vivenciarla, se siente agradecido
o agradecida. Entonces la gracia como bondad ha llegado a lo más hondo de su
ser para quedarse a vivir en su humanidad redimida y agradecida. La gracia,
amor incondicional de Dios, refresca, fructifica y llena la tierra. Donde esté
y donde vaya ahí está la gracia de Dios en todo lo que está lleno de vida,
genera vida y alimenta la vida. Gracias Señor porque tu gracia camina en
nuestras veredas adornadas con campanillas, en nuestros caminos polvosos y en
las calles en mal estado; tu amor no se detiene, sabe que viene a nuestro
encuentro. Tu gracia, Señor, hace llevadera nuestras desgracias.
Si tuviéramos ojos llenos de amor
y gracia, podríamos contemplar tu presencia santa entre los árboles, en los
jardines caseros, en el encuentro con el vecino o la vecina, en el saludo a un
adversario, en el aire que llena nuestros pulmones con aliento de vida. Si
pudiéramos contemplar tu amor y tu gracia, todo lo pudiéramos en aquel que nos
conforta y nos ama. Si pudiéramos contemplar tu amor y tu gracia podríamos
descubrir la vida y la esperanza que renace en los brotes de una higuera, como
lo hizo Jesús (Mc. 13, 24-32). La Higuera supera la muerte del invierno y
retoña en la primavera para que su fruto sepa a un verano que sabe a miel, la
miel exquisita del higo. La muerte le da paso a la esperanza. Hay que morir
para vivir.
Al final del invierno, cuando el
verano lucha por ocupar el primer
puesto, puedo agradecer a Dios que su amor hecho semilla ha comenzado a
recogerse. En esta tierra, que es nuestra casa, vienen tus hijas saliendo de la
tierra, vestidas de esperanza, con sus hijos e hijas cargados y cargadas a la altura
de sus cinturas, engalanadas todas ella con diademas de espigas doradas;
son ellas nuestro pan, nuestro alimento, nuestro sustento en nuestra casa la
tierra, el planeta tierra. En cualquier dirección, donde descansa la mirada,
veo tu amor hecho fruto: Las piñuelas en los cercos, los ayotes perdidos en el
monte unidos a sus guías, las papayas hechas “puño” en el cuello del papayo,
las jícamas disfrazadas de tierra blanca, los limones amarillos que han madurado con el
tiempo; veo Señor con otros ojos lo que siempre se ha dado frente a ellos: “No
busquen a Dios, dijo el Maestro. “Limítense a mirar…y todo les será revelado”.
“Pero ¿Cómo hay que mirar? “Siempre que miren algo, traten de ver lo que hay en
ello, nada más”. Los discípulos quedaron perplejos, de modo que el Maestro lo
puso más fácil: “Por ejemplo, cuando miren a la luna traten de ver la luna y
nada más”. “¿Y qué otra cosa que no sea
la luna puede uno ver cuando mira a la luna? “Una persona hambrienta
podría ver una bola de queso. Un enamorado, el rostro de su amada. Un idealista
una luna enjabonada y un niño a una señora que le debe dar pan: “Luna dame pan,
si no tenés, andá al volcán”.
Por lo tanto, nunca se tiene la
mirada perdida, porque toda mirada ve hacia un horizonte, real o imaginario. La
mirada no está vacía, está llena de recuerdos, experiencias, vivencias que se
mecen en el trapecio escondido, sostenido en el árbol de la vida y en el árbol
del bien y del mal. La mirada nos delata porque deja ver de lo que estamos
llenos, repletos, saturados. La mirada libera cuando incursionan otros
horizontes, esos que nos están prohibidos por la moral, la religión, la
sociedad, nuestros tabúes y temores. La mirada es la puerta de lo posible, de
la utopía, de lo que no es pero puede llegar a ser. Miremos siempre hacia
adelante, nunca para atrás.
La mirada es la luz de nuestros
pasos, la brújula de nuestros caminos. Podemos caminar por las sendas que están
llenas de espinas y a eso le llaman sacrificio. Podemos caminar por las sendas
resecas de verano y a eso le llaman desolación. Podemos caminar por las sendas
con el lodo hasta los tobillos y a eso le llaman pecado. Podemos caminar por
las sendas llenas de flores y a eso le llamamos paraíso. Podemos caminar sobre
las sendas que se forman en el agua y a eso le llamamos milagro. Podemos
caminar por las sendas de la imaginación y a eso le llamamos idealismo. Podemos
caminar porque tenemos pies, pies humamos, pies que tropieza, se lastiman, pies
que nos sostienen y nos ponen en la senda que nos lleva hacia el Padre, para
que lo conozcamos y lo amemos más. “Dios tiene un gran defecto: No puede dejar
de ser Padre” (Papa Francisco).