Según el testimonio que nos deja
San Mateo en su evangelio o la comunidad de Mateo en los primeros años de la
Iglesia, año 80 dC., Jesús llama y envía a sus discípulos a anunciar el Reinado
de Dios y a curar todo tipo de enfermedad y dolencia. La Buena noticia de Jesús
salva, libera, y reconstruye a la persona como unidad inseparable. El reinado
de Dios se hace presente en acciones de salvación, en acciones de liberación.
Cuando Dios llega a nuestra vida nos libera íntegramente, por eso su palabra,
es evangelio, buena noticia.
En este primer discurso misionero
(Mt. 10, 1-7), Jesús llama a doce personas, de en medio del Pueblo. Son personas
“normales”, no hay entre ellas, lumbreras,
“sabias, entendidas” y doctas. Son personas corrientes. Las llama con su
nombre y con su historia pues el llamado es personal y la respuesta es
personal. Estas personas a las que llama están llenas de debilidades,
limitaciones personales, afecciones desordenadas. Son tan normales y tan
humanas que a través de eso que llamamos “la carne es débil”, comprendemos sus
motivaciones más íntimas y profundas (Mt. 20, 20-28).
Casi siempre cuando hay conflicto entre las personas es porque
hay conflicto de intereses. El deseo de poder, el tener autoridad total y la
ambición de mando, que se expresa en “los hijos del Zebedeo, es el mismo que
tiene cada uno de los doce. Todos, los doce, tienen deseos de ser importantes,
no quieren seguir siendo lo de siempre, lo que la sociedad les ha obligado a
ser: "los últimos"; hoy tiene la oportunidad de reivindicarse de la exclusión. No
quieren seguir siendo tratados como esclavos, quieren ser los primeros en ese
nuevo tipo de gobierno temporal. Jesús llama a hombres humanos, no santos, los acepta
como son, sin esperar ningún cambio como exigencia de su amistad. Pero la
amistad y el cariño de Jesús les cambia la vida a ellos.
Mateo, al enumerar la lista de los doce lo hace por
parejas, porque Jesús les envía de dos en dos, es decir, Jesús envía seis
parejas de dos. Les envía “de dos en dos” porque es fundamental en el envío a
una misión el testimonio. Testimonio es aquí no sólo “el buen ejemplo” como se
entiende normalmente el término, sino como “dar razón de quien envía” y quien
lo secunda; además dar testimonio es
optar por la persona de la que se habla. Inmediatamente estos doce nombres nos remontan
a la elección que Dios, Yahvéh, hizo de las doce tribus de Israel para formar
el pueblo con el que hizo la primera alianza en el Antiguo Testamento (Gen.
49,1- 28).
Para Mateo, por la redacción que
tiene el texto, es fundamental el número doce, no sólo por ser judío y porque
el texto está escrito en mentalidad judía, sino porque el término “doce se
repite tres veces: Uno, “En aquel tiempo
llamando Jesús a sus doce discípulos…” Dos, “Estos son los nombres de los doce apóstoles…” y tres, “A
estos doce los envió Jesús con estas instrucciones”. El texto tiene un
movimiento interno ascendente: De un discipulado con poder para anunciar y
servir se pasa a los nombres, si el poder es servicio, ese poder lo ejercen
personas concretas con nombre propio y finalmente estas personas son enviadas
con instrucciones específicas para ejercer bien la misión: “La elección de los doce apóstoles, tal como
Mateo la presenta, indica claramente que a juicio de este evangelio lo que
Jesús pensaba y quería era restaurar al pueblo de Israel. Por eso designa a
«doce», un número que se repite tres veces en este texto (Mt. 10, 1.2.5), y que
el mismo Mateo explica porque así representan a las doce tribus de Israel "(Mt.
19, 28).
Estos doce son las piedras o bases sobre
las que se edifica la historia de la Iglesia: “La muralla de la
ciudad descansa sobre doce bases en las que están escritos los nombres de los
doce Apóstoles del Cordero”( Ap. 21, 14). La
misión de la Iglesia está en el mundo,
no fuera de él. La Iglesia debe estar presente en todas partes anunciando la
Buena Nueva del reinado de Dios y curando todo tipo de dolencias en una
humanidad lastimada, herida y sin esperanza. El poder que le da Jesús a los
doce y a la Iglesia no es el de la
fuerza que domina y oprime; el poder cristiano es el poder del servicio, del
amor, y ese poder debe usarse para liberar, restaurar y dignificar. El poder
debería humanizarnos. El poder cristiano es el poder para hacer el bien, para
ayudar y para cuidar a las demás personas.
El grupo de los doce es un grupo
variado, tosco, donde “cada cabeza es un mundo” pero que Jesús debe moldear,
formar, purificar. Con los doce Jesús quiere restaurar las doce tribus de
Israel, según Mateo. La misión de Dios es continuada por Jesús con la nueva alianza, nueva y
definitiva. Recordemos que Jesús era judío, nacido, educado y formado en esa
mentalidad. Jesús quería no sólo restaurar a Israel, sino reformar a la persona
y a la religión: “Jesús era un judío,
nacido y educado en Israel, en la religión de Israel. La religión que cada
israelita vivía como la religión que Dios había revelado al mundo. Por eso, sin
duda, Jesús pensó que lo más urgente era reformar la religión revelada a su
pueblo”.
Jesús tuvo poder y autoridad, pero no vanidad ni dominio. Él siempre respetó la integridad de las personas. “El poder es servicio”, el poder es para servir, es para amar y liberar. El poder debería humanizarnos, no corrompernos y deshumanizarnos. El poder debería ayudarnos a hacer el bien, proteger y ayudar a quienes nos necesitan. El poder, según el cristianismo o las enseñanzas de Jesús, es para amar y servir, no para aprovecharnos y hacernos amar por interés. El poder cristiano no es como lo entiende la sociedad y la Iglesia, como dominio, fuerza, imposición, sometimiento. El poder que nos ha dado Jesús es para dominar y expulsar el mal en todas sus expresiones: “ Que no sea así entre ustedes”. “Hagan como el Hijo del Hombre, que no vino a ser servido, sino a servir y dar su vida como rescate por una muchedumbre” (Mt. 20, 28).