Guazapa, San Salvador, El Salvador

Guazapa, San Salvador, El Salvador
Quiero llevarte en mis ojos como la ternura que un hombre lleva en sus mirada. Mirada viajera del tiempo retenido, como pupila siempre nueva, contenida, retenida, desnuda y renovada.

27 de julio de 2013

Doce bases edifican la Iglesia (Ap. 21, 14).

Según el testimonio que nos deja San Mateo en su evangelio o la comunidad de Mateo en los primeros años de la Iglesia, año 80 dC., Jesús llama y envía a sus discípulos a anunciar el Reinado de Dios y a curar todo tipo de enfermedad y dolencia. La Buena noticia de Jesús salva, libera, y reconstruye a la persona como unidad inseparable. El reinado de Dios se hace presente en acciones de salvación, en acciones de liberación. Cuando Dios llega a nuestra vida nos libera íntegramente, por eso su palabra, es evangelio, buena noticia.

En este primer discurso misionero (Mt. 10, 1-7), Jesús llama a doce personas, de en medio del Pueblo. Son personas “normales”, no hay entre ellas, lumbreras,  “sabias, entendidas” y doctas. Son personas corrientes. Las llama con su nombre y con su historia pues el llamado es personal y la respuesta es personal. Estas personas a las que llama están llenas de debilidades, limitaciones personales, afecciones desordenadas. Son tan normales y tan humanas que a través de eso que llamamos “la carne es débil”, comprendemos sus motivaciones más íntimas y profundas (Mt. 20, 20-28).

Casi siempre cuando  hay conflicto entre las personas es porque hay conflicto de intereses. El deseo de poder, el tener autoridad total y la ambición de mando, que se expresa en “los hijos del Zebedeo, es el mismo que tiene cada uno de los doce. Todos, los doce, tienen deseos de ser importantes, no quieren seguir siendo lo de siempre, lo que la sociedad les ha obligado a ser: "los últimos"; hoy tiene la oportunidad de reivindicarse de la exclusión. No quieren seguir siendo tratados como esclavos, quieren ser los primeros en ese nuevo tipo de gobierno temporal. Jesús llama a hombres humanos, no santos, los acepta como son, sin esperar ningún cambio como exigencia de su amistad. Pero la amistad y el cariño de Jesús les cambia la vida a ellos.

Mateo,  al enumerar la lista de los doce lo hace por parejas, porque Jesús les envía de dos en dos, es decir, Jesús envía seis parejas de dos. Les envía “de dos en dos” porque es fundamental en el envío a una misión el testimonio. Testimonio es aquí no sólo “el buen ejemplo” como se entiende normalmente el término, sino como “dar razón de quien envía” y quien lo secunda;  además dar testimonio es optar por la persona de la que se habla. Inmediatamente estos doce nombres nos remontan a la elección que Dios, Yahvéh, hizo de las doce tribus de Israel para formar el pueblo con el que hizo la primera alianza en el Antiguo Testamento (Gen. 49,1- 28).

Para Mateo, por la redacción que tiene el texto, es fundamental el número doce, no sólo por ser judío y porque el texto está escrito en mentalidad judía, sino porque el término “doce se repite tres veces: Uno, “En aquel tiempo llamando Jesús a sus doce discípulos…” Dos, “Estos son los nombres de los doce apóstoles…”  y tres, “A estos doce los envió Jesús con estas instrucciones”. El texto tiene un movimiento interno ascendente: De un discipulado con poder para anunciar y servir se pasa a los nombres, si el poder es servicio, ese poder lo ejercen personas concretas con nombre propio y finalmente estas personas son enviadas con instrucciones específicas para ejercer bien la misión: “La elección de los doce apóstoles, tal como Mateo la presenta, indica claramente que a juicio de este evangelio lo que Jesús pensaba y quería era restaurar al pueblo de Israel. Por eso designa a «doce», un número que se repite tres veces en este texto (Mt. 10, 1.2.5), y que el mismo Mateo explica porque así representan a las doce tribus de Israel "(Mt. 19, 28).

Estos doce son las piedras o bases sobre las que se edifica la historia de la Iglesia: La muralla de la ciudad descansa sobre doce bases en las que están escritos los nombres de los doce Apóstoles del Cordero”(  Ap. 21, 14). La misión de la  Iglesia está en el mundo, no fuera de él. La Iglesia debe estar presente en todas partes anunciando la Buena Nueva del reinado de Dios y curando todo tipo de dolencias en una humanidad lastimada, herida y sin esperanza. El poder que le da Jesús a los doce y a la Iglesia  no es el de la fuerza que domina y oprime; el poder cristiano es el poder del servicio, del amor, y ese poder debe usarse para liberar, restaurar y dignificar. El poder debería humanizarnos. El poder cristiano es el poder para hacer el bien, para ayudar y para cuidar a las demás personas.

El grupo de los doce es un grupo variado, tosco, donde “cada cabeza es un mundo” pero que Jesús debe moldear, formar, purificar. Con los doce Jesús quiere restaurar las doce tribus de Israel, según Mateo. La misión de Dios es continuada por Jesús con la nueva alianza, nueva y definitiva. Recordemos que Jesús era judío, nacido, educado y formado en esa mentalidad. Jesús quería no sólo restaurar a Israel, sino reformar a la persona y a la religión: “Jesús era un judío, nacido y educado en Israel, en la religión de Israel. La religión que cada israelita vivía como la religión que Dios había revelado al mundo. Por eso, sin duda, Jesús pensó que lo más urgente era reformar la religión revelada a su pueblo”.

Jesús tuvo poder y autoridad, pero no vanidad ni dominio. Él siempre respetó la integridad de las personas. “El poder es servicio”, el poder es para servir, es para amar y liberar. El poder debería humanizarnos, no corrompernos y deshumanizarnos. El poder debería ayudarnos a hacer el bien, proteger y ayudar a quienes nos necesitan. El poder, según el cristianismo o las enseñanzas de Jesús, es para amar y servir, no para aprovecharnos y hacernos amar por interés. El poder cristiano no es como lo entiende la sociedad y la Iglesia, como dominio, fuerza, imposición, sometimiento. El poder que nos ha dado Jesús es para dominar y expulsar el mal en todas sus expresiones: “ Que no sea así entre ustedes”. “Hagan como el Hijo del Hombre, que no vino a ser servido, sino a servir y dar su vida como rescate por una muchedumbre” (Mt. 20, 28).