Guazapa, San Salvador, El Salvador

Guazapa, San Salvador, El Salvador
Quiero llevarte en mis ojos como la ternura que un hombre lleva en sus mirada. Mirada viajera del tiempo retenido, como pupila siempre nueva, contenida, retenida, desnuda y renovada.

21 de mayo de 2013

El amor asciende a su fuente (Hch. 2, 1-11).


Un Dios eternamente presente desde el principio hasta el fin de los tiempos. Un Dios enamorado que hace todo por amor. Por amor crea la vida en todas sus expresiones, en todas sus formas, aromas y colores, crea la vida que discierne, juzga y opta entre lo bueno y lo malo, entre el bien y el mal, crea al hombre y a la mujer con nombres de naturaleza: Tierra, humus y vida, madre de los vivientes. Crea la vida que sube al cielo después de haber empapado la tierra y haber cumplido su misión. “Jesús es el centro de los tiempos, nos queda la fuerza del Espíritu que nos recuerda y actualiza esta centralidad de la presencia humanizada de Dios en todo lo humano, bello, feliz y grato que podemos encontrar en este mundo”. “Así estuvieron terminados el cielo, la tierra y todo lo que hay en ellos. El Séptimo día Dios tuvo terminado su trabajo, y descansó en ese día de todo lo que había hecho. Bendijo Dios el Séptimo día y lo hizo santo, porque ese día descansó de sus trabajos después de toda esta creación que había hecho.  Este es el origen del cielo y de la tierra cuando fueron creados”. (Gn. 2, 1-4ª)

Un Dios que tiene una palabra creadora, dinámica, que aquieta y golpea; una palabra que es vida y generadora de vida, una palabra hecha acción y salvación. La palabra de Dios estaba desde el principio, era Dios y estaba frente a Dios y todo fue hecho por ella y sin ella nada existe. Del maná de nuestros padres y madres manará siempre la sobrevivencia, pero del maná de Dios manará siempre la vida verdadera y eterna. “En el principio era la Palabra, y la Palabra estaba ante Dios, y la Palabra era Dios. Ella estaba ante Dios en el principio. Por Ella se hizo todo, y nada llegó a ser sin Ella. Lo que fue hecho tenía vida en ella, y para los hombres la vida era luz. La luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la recibieron” (Jn. 1, 1-5).

Un Dios libre que ama la libertad y devuelve ese derecho perdido a una humanidad esclavizada por los opresores y por sus propias cadenas invisibles. Pablo, igual que Jesús va a defender la libertad y la dignidad que Dios nos ha dado como hijos  hijas y no como personas esclavas. “Me entrevisté con los dirigentes en una reunión privada, no sea que estuviese haciendo o hubiera hecho un trabajo que no sirve. Pero ni siquiera obligaron a circuncidarse a Tito, que es griego, y estaba conmigo; y esto a pesar de que había intrusos, pues unos falsos hermanos se habían introducido para vigilar la libertad que tenemos en Cristo Jesús y querían hacernos esclavos (de la Ley). Pero nos negamos a ceder, aunque sólo fuera por un momento, a fin de que el Evangelio se mantenga entre ustedes en toda su verdad” (Gal. 2, 2b-5).

La grandeza de Dios no está en que es Dios, porque no es un Dios engrandecido y soberbio como otros; la grandeza de Dios no está en que es omnipotente, que lo puede todo, porque se limita a sí mismo en la libertad que deposita en el corazón de sus creaturas y se limita al tiempo y al espacio de la historia en la encarnación. La grandeza de Dios no está en que es omnisciente, que conoce todas las realidades reales posibles, sino en que aun conociendo todo, de manera humilde y sencilla vive en el corazón humano que se le escapa de las manos. La grandeza de Dios no está en que es omnipresente, que está presente en todas partes a la vez, sino en que estando no se impone, no juzga, no condena. Está en silencio contemplando y amando su obra creadora. Pero, cuando llegó la plenitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo, que nació de mujer y fue sometido a la Ley, con el fin de rescatar a los que estaban bajo la Ley, para que así recibiéramos nuestros derechos como hijos. Ustedes ahora son hijos, por lo cual Dios ha mandado a nuestros corazones el Espíritu de su propio Hijo que clama al Padre: ¡Abbá! o sea: ¡Papá!” (Gal. 4, 4-6).

Amaneció y atardeció en mi vida, así fue el primer día y los días que siguieron en ella y vio Dios que todo era bueno, porque es bueno. En la mirada de Dios no existe la maldad. La mirada de Dios está llena de bondad y felicidad. En los seres humanos  todo se ve según sea el color de los ojos y se siente según esté lleno su corazón. La bondad cae en la tierra cada día como el rocío mañanero. El rocío es la semilla del perdón para hacer nuevas todas las cosas. La mirada de Dios está humedecida por el amor. Lo malo se hizo bueno porque Dios es bueno, la maldad ya no existe porque la bondad reina en el cielo y en la tierra. Con este Dios amado partido y compartido, la maldad tiene sus límites como el mar en sus oleajes. En la encarnación, la bondad se hizo semilla que muere; con la ascensión, la bondad es la nueva semilla que llena los graneros del cielo (Hch. 2, 1-11).

Todo comenzó en Galilea, con un saludo, con una admiración, una interrogante y una disposición: Que se haga en mí cuanto has dicho. Bajó por Samaria por el censo y nació en Judea, en  Belén, “la casa del pan” como estaba dicho por los profetas para ser pan que alimenta, que nos bendice, que se multiplica, que se reparte y que hoy se comparte por toda la tierra. Jesús pasó por Samaria y allí dejó un gran legado: Vengan a conocer a un hombre que me ha dicho todo lo que he sido y me ha enloquecido con su mirada de amor y perdón,  ellos le pidieron que se quedara con ellos, eso no era posible, la misión debía continuar (Jn. 4, 1-42). El Señor comparó a ese pueblo bondadoso y solidario, como al Dios  en el que él creía, un Dios del encuentro y la desinstalación, Un Dios Buen Samaritano. Judea y su ley, Judea y su templo no terminaron de entender que el rostro de Dios estaba en el suelo, herido y lastimado fuera del templo, lejos del culto (Lc. 10, 25-37).

Todo comenzó en Judea: la desconfianza, la controversia, la traición, la captura, la tortura, la crucifixión y la muerte. Descendió el autor de la vida al país de la muerte, de su muerte; descendió en los brazos de hombres valientes y lo recibió el amor hecho abrazo en el seno eterno.  El resucitado pasó por Samaria  después que se le apareció a María y le dio el mensaje del encuentro;  “dicho y hecho”, apareció vestido de victoria, sus vestiduras eran blancas como la nieve y resplandecientes como la luz, esa luz que transfigura al hombre en Dios, ascendió a los cielos en un monte silencioso y escondido de Galilea. Galilea de los gentiles camino al mar, Galilea puerta y paso de los gentiles. El galileo se despidió cerca de Bethania y ahí  se inicio la salvación (Lc. 24, 46-53). Para nuestra fe y seguimiento, “Jesús resucitado y glorificado sigue siendo la plenitud de lo humano. Y sigue siendo la imagen de lo divino, encarnado en lo humano. Jesús sigue siendo tan humano como divino”. “La Iglesia debe ver hacia la tierra y anunciar la Buena Nueva de Reinado de Dios” Los cristianos y cristianas vivimos el Ya pero todavía No; Jesucristo ya ha salvado a la humanidad, pero todavía no se conoce en todas partes.

17 de mayo de 2013

La oración sacerdotal de Jesús (Jn.17)


El capítulo 17 de San Juan, es uno de los más sublimes del cuarto evangelio porque en él, “Jesús concluye su coloquio final, es decir su conversación o diálogo, con los discípulos dirigiendo su oración al Padre” (Jn. 17, 1-11a). Esta oración sacerdotal, considerada así desde el siglo V, “es un himno de consagración en el que el Hijo se ofrece al Padre como sacrificio perfecto, que sobre el altar de la cruz, hará posible su glorificación”. Lo fundamental de está oración no está en el sacrificio, sino en la unidad de los suyos. Uno puede ser unidad y uno puede ser separación, como Pedro o Judas.

Uno se opone a unidad porque uno es individual y unidad es comunidad. El monoteísmo concibe a Dios como uno indivisible, casi como un monolito. En el Panteón (Templo de todos los dioses) de Dioses cada uno mantiene su individualidad y aunque estén cerca siguen separados. Dios es unidad en comunión, es comunidad de personas. La unidad en Dios es fundamental, lo es para Jesús y debería ser fundamental para la Iglesia y para todos los cristianos y cristiana (Jn.17, 11-19). La unidad no sólo es un tema central en los deseos de Jesús, sino una buena noticia que lleve la Iglesia como testimonio al mundo. “ Porque es en la  oración, que crea comunión con Dios, donde está la fuerza secreta de la comunidad y de los cristianos y cristianas para testimoniar a Cristo”.

Jesús es un hombre de oración, eso todos y todas lo sabemos. Une petición, acción de gracias y práctica personal, su oración es la vida misma, su vida hecha acto, hecha obras. El sentimiento profundo que expresa Jesús en su oración no es “palabrería”, repetición de la repetición de una palabra, sino que expresa en ella lo que realmente cree y  es fundamental: La unidad. La unidad en la vida y en su oración es un tema fundamental. En Jesús la unidad  es “su deseo supremo”. La Unidad es fruto del amor, se permanece unido por amor y el amor es la fuente de la unidad (Jn. 15, 9-17). La oración es un diálogo con Dios, es hablar con él como personas libres. Llevemos la oración a la vida y la vida a la oración.

Uno, se puede entender de dos maneras: Uno, “Mono” como prefijo, es decir, “que va antepuesto a” y que significa único o uno sólo; individual (Ejemplos: monoteísmo, monosílaba, monotemático, monotonía,  monografía, monogamia etc.) Dos, como unidad, así como lo expresa Jesús en su oración a Dios Padre: “En aquel tiempo, Jesús, levantando los ojos al cielo, oró, diciendo: - Padre santo, no sólo por ellos ruego, sino también por los que crean en mí por la palabra de ellos, para que todos sean uno, como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos también lo sean en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado (Juan 17,20-26)”. Este uno del que habla Jesús es uno como unidad, vinculado por la reciprocidad.

La unidad es fruto del amor y la comunión es el lazo de la unidad. Uno y muchos unos juntos no son unidad, sino individualidad y egoísmo al mismo tiempo, siempre es división y exclusión. Estos unos individuales generan violencia, relaciones destrozadas, gente dividida y enfrentada, competencia desleal,  porque uno busca por todos los medios sus propios beneficios y la unidad de uno mismo etc.  Uno aquí es ruptura, agotamiento,  defraudación, por causa de tantas divisiones, separaciones, enfrentamientos. 

Unidad es sinónimo de “Poli”, prefijo que significa pluralidad o abundancia;  es unidad  que integra, armoniza, consolida la diversidad para el bien común. En su oración de despedida Jesús pide cuatro cosas a Dios para sus discípulos y discípulas: Que se mantengan unidos, que sean personas felices y alegres, que perseveren y no cedan al mal del mundo, y finalmente que se santifiquen en la verdad. Con estas cuatro peticiones Jesús presenta “un ideal de vida casi inalcanzable”, pero que debe ser la meta para toda persona que cree en él. Deberíamos preguntarnos cómo y  cuándo  rezamos personal y comunitariamente.

10 de mayo de 2013

Vivir la eucaristía es acoger y servir.


Un poco de Historia. Hace más de dos mil años San Pablo extendía la Palabra de Dios por algunas regiones de Europa, lo que se conoce hoy como España y en el tiempo de los romanos se le llamaba Hispania (Rom. 15, 23-28). Dos mil años después, nos  seguimos reuniendo como en las comunidades que los y las discípulas del Señor fueron dejando a su paso; como el sembrador deja la semilla distribuida en la tierra. Cada grano de maíz es una comunidad que nace en la milpa del Señor. La comunidad es como una mazorca, cada persona que asiste está unida a Cristo, como el maíz al olote.

Las comunidades del siglo I se reunían para celebrar la fe en Cristo resucitado en la Eucaristía, y para escuchar, reflexionar y vivir la palabra del Señor (Hch.2, 42-45). Esta actitud de escuchar la palabra de Dios y vivirla cada día nos hace ser testigos y testigas del Resucitado, junto al Espíritu Santo (Jn. 15, 26-16, 4ª). Se reunían el primer día de la semana, domingo (Mt. 28, 1-; Hch. 20,7; 1Cor. 16.2-; Ap. 1,10. Domingo significa “Día del Señor” o “que pertenece a Dios”.

La Eucaristía. Lo que hoy nombramos como Eucaristía es la acción de gracias que Jesús le dio al Padre en una cena de despedida. El Banquete siempre ha sido símbolo de comunión, de igualdad, de alegría y fraternidad. El alimento es importante para vivir sanos, la eucaristía es importante para vivir unidos y unidas a Jesús. La palabra vine del griego εχαριστία, eucharistía, «acción de gracias». Esa Cena de despedida, el banquete, es el escenario del gran discurso de despedida y donde Jesús les da a sus discípulos y discípulas la última formación antes de su muerte (Mt. 26,26-29; Mc. 14, 22-25; Lc. 22, 19-20; Icor. 11,23-26). Jesús se anuncia a sí mismo como el grano de trigo que cae en tierra y muere (Jn. 12, 24-26), pero también se compara con la vid a la que deben mantenerse unidos los sarmientos (Jn. 15, 1-8). Trigo y uva eternizan la presencia de Jesús en la comunidad, en la Iglesia, como pan y vino en la Eucaristía.

Vivir la Palabra de Dios. La palabra de Jesús es la misma palabra de Dios. Jesús es la palabra del Padre en el mundo. La palabra de quien nos ama no puede ser nunca una carga, sino una felicidad. Amar a Dios es cumplir su palabra: “Quien me ama cumplirá mi palabra, mi Padre lo amará y haremos en él nuestra morada” (Jn. 14, 23).  Vivir el mandamiento del amor en lo que decimos y hacemos nos convierte en habitación de la divinidad. Dios se hace ser humano y en lo humano Dios se revela. El mejor ejemplo de comunión es el amor que une al Padre con el Hijo: “Mi Padre y yo somos uno” (Jn. 10, 30): Los cristianos y cristianas debemos vivir en unidad y en comunión como Jesús y Dios. (Jn. 17,11-21). 

El amor y la obediencia a Jesús es ante todo: “Quien acepta  mis mandamientos y los cumple  es quien me ama”. El amor es nuestra identidad y es lo único que nos debe mover a los cristianos y cristianas como lo dice San Juan: “Les doy un mandamiento nuevo: que se aman los unos a los otros, como yo los he amado; por este amor reconocerán todos que son mis discípulos” (Jn. 13, 34-35).

La fe y las obras. La eucaristía no sólo es el centro de de la vida cristiana, sino el sacramento de nuestra fe. Vida y fe van juntos en Jesús, se quedan juntos en la eucaristía y así debemos vivirla los y las cristianas. Obras y fe se complementan: “Créanme: Yo estoy en el Padre y el Padre está en mí. Si no me dan fe a mí, créanlo por las obras. Yo les aseguro: el que crea en mí, hará las obras que hago yo y las hará aun mayores…” (Jn. 7,11-12). Quien comulga, hace suyas las palabras y la vida del Señor, y se compromete a vivir como él vivió. El amor se hace obras y las obras son expresión de la fe en el Señor Jesús. Comulgar con Jesús es aceptar su causa, su proyecto de vida.

Una experiencia insólita. Platicando con un Señor de muchos años, que no escucha muy bien por su sordera, ni se da a entender porque habla  gritando, aprendí que para vivir la eucaristía basta tener amor, convicción de fe y obediencia para poner en obra lo que el Señor Jesús nos pide en su Palabra y nos urge vivir sus enseñanzas. Me decía este Señor: “Yo no escucho, tengo dificultad para oír. Cuando voy a misa no escucho la Palabra de Dios, ni escucho la homilía pero voy a misa por obediencia y por amor. Casi nada me dijo, centró el tema que ahora escribo sobre vivir la eucaristía. Vivir la Eucaristía es tener un corazón agradecido a Dios, que ama y sirve como Jesús y que comparte con los y las demás los dones que el Espíritu nos ha dado: Unidad, fe, amor, alegría, paz, gozo, perdón, libertad, y servicialidad.

Jesús instituyó la Eucaristía (Jn. 6, 41-59; Lc. 22, 19-20). “La Eucaristía es en el cristianismo católico el sacramento instituido por Jesucristo, mediante el cual, por las palabras que el sacerdote, al celebrar la misa, pronuncia en el acto de la consagración, se transubstancia (transforma, cambia, convierte totalmente una sustancia en otra) el pan y el vino en el cuerpo y la sangre de Jesucristo”. “Por la fe creemos que la presencia de Jesús en la hostia y el vino no es sólo simbólica sino real; esto se llama el misterio de la transubstanciación ya que lo que cambia es la sustancia del pan y del vino; los accidente—forma, color, sabor, etc. — permanecen iguales.  Jesús mantiene una actitud de alegría y acogida para quien comparte la mesa con él a pesar de la traición de uno de sus amigos más de confianza.

Reunidos en torno a Cristo en la Eucaristía, en una auténtica comunión fraterna de amor y de fe, aceptamos, de modo consciente, las consecuencias de creer en Cristo.  La mayor consecuencia de creer en Jesús es convertirnos en sus testigos y testigas. Dar testimonio de alguien es dar la cara por esa persona y optar por ella, ponerse de su lado y defender la verdad de su vida. En la última cena, Jesús invita a sus amigos y amigas a dar testimonio de su amor al mundo, por ese amor salvador, Jesús nos enseña que dar la vida es el mayor acto de amor. El amor que salva es el amor crucificado para la salvación del mundo que se encuentra también crucificado.

La eucaristía es “el gesto simbólico central del cristianismo”. Con este gesto de acogida y servicio por amor Jesús afirma que la eucaristía no se entiende cuando se celebra encerrada,  privadamente o enclaustrada en los templos, reglamentada con normas litúrgicas. Los cristianos  y cristianas hemos deformado tanto la eucaristía, que ya se nos hace casi imposible entenderla y vivirla. Por eso la eucaristía nos da devoción y fervor religioso; es tan sacra, tan sacra que nos sentimos indignos e indignas de tocar la hostia consagrada, pero normalmente no modifica nuestras vidas. Ese excesivo respeto al cuerpo de Cristo nos aleja y no nos convierte en personas nuevas. Vivir la eucaristía es entregarse diariamente por amor y en servicio, acogiendo a los y las excluidas de la sociedad y de la religión. La religión ya no consiste en someterse a unas verdades o en cumplir con unos ritos y unas normas, sino en asumir las convicciones determinantes de una persona, la persona de Jesús.